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¿Qué ha pasado para que vuelva a pasar? Una reflexión sobre lo acaecido en Lardero

Jurista de Instituciones Penitenciarias y psicólogo de Instituciones Penitenciarias
Un niño arroja flores en un homenaje al menor asesinado en Lardero (La Rioja)

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Nos gusta mucho nuestro trabajo. A la vez, como creemos en lo que hacemos, esta reflexión nos resulta personal y profesionalmente necesaria. En lo penitenciario, como en todo, las decisiones que se toman son adecuadas partiendo de la base de que son meditadas y acordes con los datos con que se cuenta en el momento de adoptarlas.

Si una decisión deviene en resultado negativo, lo fácil es calificarla a posteriori de inadecuada. Si además, como en el caso que abordamos, da de lleno en lo que más nos importa, parece que nada del sistema que la sustenta es válido. Las tripas, las emociones, nos incitan sin duda al borrón y cuenta nueva, a acabar con todo el andamiaje previamente construido.

Sin embargo, sentir es fácil, y pasado un tiempo razonable, lo que se impone, tanto a los agentes implicados, como a la sociedad en general, es razonar. Con ello, no excluimos nuestra responsabilidad, la responsabilidad del sistema –tanto el penitenciario, como el extra penitenciario–. Con ello, incitamos a su mejora. No obstante, nos tememos que esa mejora camina justo en el sentido contrario del vertido por el ruido mediático de estos días. Al respecto, solo unos apuntes.

Primero. Desde el punto de vista penal, en cuanto a la condena. Se ha dicho que el caso viene a confirmar la necesidad de la prisión permanente revisable (PPR), lo que resulta paradójico, pues el presunto autor había cumplido una condena de prisión asimilable a la PPR. Tras más de 20 años de cumplimiento ininterrumpido había accedido a la libertad condicional, lo que en el régimen de la PPR sería su revisión. Al contrario de lo ampliamente defendido, creemos sinceramente que el caso muestra que ni siquiera el cumplimiento previo de una condena eterna puede servir por sí solo de efecto inhibidor de la comisión de nuevos delitos. Es más, en términos de control y contención, la PPR no aporta nada nuevo al sistema penal que ya tenemos.

Segundo. Desde el punto de vista penitenciario. Pese a quien pese, y nos pesa, creemos sinceramente que el sistema ha actuado con normalidad. Es normal que una junta de tratamiento proponga algo y que el centro directivo decida lo contrario, siendo técnicos tanto los miembros del primer órgano, como los compañeros que valoran las propuestas que se realizan desde los centros penitenciarios y toman la decisión final. Igualmente, es normal que un juzgado de vigilancia penitenciaria asuma los argumentos del interno en contra de la administración y es normal que una audiencia provincial lo corrija. Del mismo modo, es normal que llegue el momento en que las instancias de control cedan ante el peso de los hechos: avanzado estado de cumplimiento y buena respuesta a las medidas de reinserción aplicadas. Se trata de un juego de equilibrios propio de la difícil decisión que se ha de adoptar. 

Tercero. A pesar de lo dicho, cuando sucede algo como lo acaecido, la sensación de fracaso es difícil de evitar. Pero como decíamos al principio, no sirve de nada conformarse con la respuesta emocional. Tratemos de ir más allá. En nuestro país, la implicación social en controles y recursos una vez acaba la condena o ésta es revisada (el caso de la PPR), es nula.

La institución penitenciaria está sola ante el peligro y encontrar la red social necesaria para apoyar y continuar el trabajo realizado dentro de prisión se vuelve complejo, cuando no imposible. Máxime, no hace falta decirlo, con perfiles como el que aquí se abordan. Que una persona en régimen de encierro controlado y posterior tercer grado restringido, pase a una libertad condicional con mayores controles, pero al uso, puede que sea lo que no es suficiente. Ha de contarse con una intervención comunitaria completa, integral, tendente a la seguridad de la sociedad y el control del condenado, pero que incluya el soporte terapéutico y tratamental también necesario.

En definitiva, una intervención que continúe con el trabajo llevado a cabo puertas adentro de un centro cerrado. Para ello, no basta, como también se ha dicho, con la mera aplicación de una libertad vigilada que, en el fondo, no contempla muchas medidas diferentes de las asociadas a la libertad condicional que ya se estaba ejecutando. Para ello, es necesario ir más allá del estado actual y cambiar la mentalidad. El foco de la actuación penitenciaria es la institución cerrada, pero, en determinados casos, ésta se queda en nada si no encuentra apoyo y continuidad una vez el condenado regresa al medio social.

Cuarto. Sobre la seguridad absoluta. Como sociedad, buscamos la seguridad absoluta. No nos gusta vivir con la incertidumbre que genera la falta de control de ciertas variables que nos afectan. La conducta humana es una de ellas. A día de hoy, resulta imposible conocer la intencionalidad futura de cualquier persona por más que conozcamos su pasado, su situación presente y las verbalizaciones de futuro que realiza. Esta realidad resulta inasumible para muchos y lleva a sostener que cualquier fallo que se produzca es consecuencia de una mala praxis. Por ello, ante casos como el presente, la reacción predominante, incluso la de los operadores implicados en la ejecución penitenciaria, es la de eliminar la posibilidad de su repetición. Lo anterior con consecuencias.

De un lado, el shock social que estos hechos han producido retrasará sin duda la reincorporación social de internos en prisión que han trabajado las circunstancias que los llevaron al delito y están preparados para ello. De otro, la desconfianza social que se genera ante el trabajo penitenciario, lleva a elucubrar nuevas medidas draconianas (la PPR es un ejemplo de ello), para evitar esa posible repetición. Todo ello, a pesar de que el sistema funciona (veamos las tasas de salidas y quebrantamiento de permisos, o las tasas de reincidencia tras cumplimiento) y que el ideal de la seguridad absoluta, convenzámonos, es imposible.  

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