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La salud y la patria

La Comunidad de Madrid habilita las primeras 1.396 camas en Ifema

Jorge Urdánoz Ganuza

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Hacen mal, creo, Ramoneda y otros pensadores de izquierda al demonizar el uso del lenguaje bélico en la lucha contra el coronavirus. A su juicio, la retórica militar refuerza el marco autoritario y promueve un potencial recorte de libertades. Dada la textura liberal de la sociedad actual, son peligros más bien remotos ante una pandemia así. La tendencia obvia de las últimas décadas es a ampliar las libertades. Hay más democracias que nunca, y –a pesar de que los intelectuales llevan más de 60 años escribiendo sesudos ensayos sobre la crisis de la representación, de los partidos, de la democracia y, por supuesto, del capitalismo– lo cierto es que todas esas cosas han demostrado tener una mala salud de hierro: nunca han estado tan boyantes.

Las libertades y la lucha social que las promueve han germinado siempre frente a un poder y una inercia que eran ante todo económicas y, por tanto, morales (hay quien, sorprendentemente, piensa que la economía es una ciencia, que es tanto como pensar que es lo es la religión: la economía es, desde Adam Smith, una manera de asignar un valor u otro al trabajo de los otros y de tratarles en consecuencia). Las grandes conquistas igualitaristas –los trabajadores contra la explotación, las mujeres contra el machismo, los homosexuales contra la homofobia, las razas oprimidas contra el racismo, etc– han sido políticas en el sentido primario de humanas: eran confrontaciones de unos hombres frente a otros. Lo que tenemos ahora enfrente, sin embargo, es una parte de la naturaleza. Nosotros, todos, somos sujetos, pero el virus es un objeto, una realidad completamente exterior a toda subjetividad. Nadie, nadie humano, está de su parte. El objetivo es el desnudo y frío exterminio. Por supuesto que es una guerra, y lo es sin cuartel.

El propio Ramoneda utiliza, de hecho, la palabra “enemigo” para referirse al virus en la misma entrevista en la que desaconseja el lenguaje bélico. Pero es sabido que la dialéctica amigo-enemigo supone abandonar la política y situarnos del lado de la guerra. La política es el ámbito de la deliberación y el diálogo. Abandonar ese terreno compartido supone precipitarse en el abismo, un abismo que desciende a la peor de las pesadillas en nuestro imaginario histórico porque han sido siempre seres humanos los que se han desangrado en él. Pero ese abismo que hemos de evitar a toda costa entre nosotros, hemos de abrirlo sin titubeo ante el virus. Y en ese abismo solo tenemos un lenguaje. El problema no son los términos ni los vocablos, es a quién o a qué se dirigen.

Ferlosio, de cuya muerte se cumple ahora un año, dejó escrito alguna vez que el vocablo latino salus no ha de traducirse, en su sentido clásico y político, por “salud”, sino más bien por “salvación”. Muchos hubiéramos agradecido esa traducción cuando, en nuestro bachillerato, estudiábamos aquello del “Comité de salud pública” de Robespierre y lo visualizábamos reunido en algo parecido a un hospital. A diferencia de entonces, la salvación no se esgrime ahora frente a otro grupo humano, sino frente a una amenaza natural. Hay una batalla, y por tanto, un ejército. Lo forman, en la retaguardia y en las labores estratégicas, los científicos; en primera línea, y algunos dejando su vida por nosotros, los sanitarios. Nos están defendiendo de la muerte.

El ejército –en su sentido clásico, con sus tanques, con sus fusiles y con sus uniformes de camuflaje– está tan fuera de lugar en esta batalla que ha sido el primero en sucumbir. No lo ha hecho ante el virus, sino ante la evidencia deslumbrante e inmediata de su inutilidad palmaria. Si en alguna ocasión la expresión “matar moscas a cañonazos” ha tenido una plasmación empírica, ha sido en esta. No ha aparecido porque se le requiriese, ha aparecido porque él mismo ha considerado necesario –necesario para él como institución– que necesitaba estar. Un paso al frente que ha sido en buena medida en falso. La publicidad, los asesores y el autobombo jamás podrán sustituir la brutalidad desnuda de un enemigo que mata, que es la única razón de ser de la milicia.

Lo que necesitamos ahora no es tanto eliminar el lenguaje bélico contra el virus, sino fortalecer el ejército que lo protagoniza –el verdadero, esto es: los profesionales de la ciencia y la medicina– y resituar nuestras preferencias como sociedad. ¿Qué significa hoy, en tiempos del coronavirus, la expresión “defensa nacional”? ¿Quién nos protege de los verdaderos peligros, los soldados de verde o los enfermeros de blanco? ¿Qué presupuesto vamos a invertir como sociedad en ambos ejércitos? Hay una diferencia crucial entre ellos. Un ejército militar lo es siempre contra otros hombres. El poder que emana de la ciencia y de la medicina es, sin embargo, universal, planetario. Es concebible –y por eso existe– una organización de Médicos sin Fronteras. No lo es un ejército de la humanidad… ¿de qué nos protegería?

No se trata solo, por ello, de averiguar qué defensa es mejor para la patria, sino si no sobre todo de decidir qué patria queremos construir. Porque las patrias no solo se heredan, sobre todo se construyen. El virus ha triunfado en esta primera ofensiva en todo el planeta porque el ejército con el que lo hemos enfrentado ha sido estatal, fragmentario, inconexo. Podemos volver a las antiguas naciones y creer que son las que nos darán mejor cobijo y protección, pero sería el mayor error. Cuando, en otoño, resurja la epidemia –si lo hace– ¿cómo preferiremos combatirla, desde nuestras instituciones nacionales de salud o desde una OMS con poderes –y saberes– reforzados?

De cómo respondamos a esas y otras cuestiones dependerá el mundo que podemos construir entre todos cuando la batalla acabe y tengamos que reconstruir nuestras defensas. La gran pregunta no es tanto qué defensas serán esas –eso lo sabemos, porque todos, a escala planetaria, queremos lo mismo: derechos humanos, bienestar material y democracia –sino quién es el “nosotros” desde el que las concebimos. ¿Qué patria queremos, la humanidad posible que hay que construir o las naciones que, con sus fronteras como cicatrices y sus viejas inercias de recelos arcaicos y desigualdades salvajes, tan solo hemos heredado? Esa debería ser la gran cuestión de la política post-virus.

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