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Socialismo y libertad

Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universitat Pompeu Fabra
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ofrece una rueda de prensa
19 de marzo de 2021 06:00 h

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Con motivo de las recientes convulsiones políticas en Murcia y en Madrid, estamos escuchando un eslogan repetidas veces: 'Socialismo o libertad'. Se dice tomando la disyunción como excluyente, o bien una cosa o bien la otra, pero no las dos a la vez. Sin embargo, como es habitual en lógica, la disyunción estándar es incluyente, es decir, puede darse una cosa o la otra, o pueden darse las dos conjuntamente. Y esto es lo que quiero defender aquí, que no hay, rectamente entendidas ambas nociones, oposición entre ellas, que es posible, e incluso deseable, el socialismo y la libertad.

Hace pocos días hemos celebrado, y se han hecho eco también los medios de comunicación españoles, el centenario del nacimiento del filósofo político más relevante de la segunda mitad del siglo pasado, el profesor de Harvard John Rawls. Pues bien, Rawls fue un defensor del liberalismo político igualitario, que consideraba explícitamente compatible con el socialismo democrático. Para el autor norteamericano, cuando decidimos cuáles han de ser los principios de la justicia de una sociedad bien ordenada, debemos hacerlo mediante un experimento mental consistente en imaginarnos como personas racionales y razonables, con nuestros intereses y con conocimiento del mundo, un experimento en el que hemos de acordar un contrato. En dicha situación, que denomina la posición original, desconocemos que lugar ocuparemos en la sociedad: no sabemos si seremos hombres o mujeres, blancos o de color, ricos o pobres, sanos o enfermos, etc. Según Rawls, en estas circunstancias, elegiríamos dos principios. El primero asegura la honra y el respeto de las libertades básicas de todos. El segundo tiene dos partes, una establece la igualdad equitativa de oportunidades en el acceso a las posiciones y cargos de dicha sociedad, la otra establece que las desigualdades económicas sólo estarán justificadas cuando favorezcan a los que están peor situados en la sociedad.

Rawls considera que dichos principios capturan claramente el núcleo de nuestras intuiciones acerca de la justicia. Por un lado, establecen para todos nosotros una esfera de protección la cual ni los poderes públicos ni los privados pueden vulnerar. Ello garantiza que, por ejemplo, nadie pueda interferir en la defensa de mis ideas, en el culto religioso que practico o dejo de practicar, siempre, claro, que esas prácticas sean compatibles con las libertades de todos (la libertad religiosa, por poner un ejemplo claro, no autoriza la práctica de los sacrificios humanos).

Por otro lado, los principios establecen un acceso en condiciones de igualdad a aquellos bienes que son necesarios para llevar adelante cualquier plan de vida, el que cada ciudadano elija, en el marco de los principios de la justicia. Para ello, la idea de que las desigualdades económicas solo están justificadas cuando benefician a los menos aventajados, que el autor denomina el principio de la diferencia, es crucial: exige que una sociedad no discrimine a aquellos de sus miembros que no fueron favorecidos por la lotería natural. Y, por lo tanto, requiere que los poderes públicos generen mecanismos para redistribuir la riqueza de acuerdo con el principio de la diferencia. Algo que adquiere una mayor relevancia cuando sufrimos una catástrofe como la pandemia actual, que demanda de una sociedad decente una atención preferente a los más vulnerables.

Rawls añade que estos principios pueden ser vistos como un modo de encarnar los ideales de la revolución francesa: liberté, égalité, fraternité. Mientras el primer principio de las libertades básicas encarna el primer ideal de la famosa trinidad de nuestros valores políticos, los otros dos están encarnados en la igualdad de oportunidades y en el principio de la diferencia, que expresa el ideal de la fraternidad.

Estos son los principios de nuestros ideales democráticos desde los albores de la modernidad. Son valores que se hallan entrelazados, que adquieren su carta de naturaleza cuando aparecen intrínsecamente imbricados entre sí.

Por dicha razón pienso que el ideal del socialismo democrático, que es una aspiración por la igualdad, no ha de contraponerse con el ideal de la libertad. Es más, si la libertad ha de ser el fundamento de una sociedad en la cual se han abatido los diversos modos de dominación de unas personas sobre las otras, entonces la libertad reclama la igualdad. El ideal democrático es el ideal de una sociedad de personas libremente iguales o, lo que es lo mismo, igualmente libres.

Es obvio, por otra parte, que hay diversos modos de alcanzar estos ideales y que esta pluralidad configura el núcleo de una sociedad democrática. Hay diversas miradas y perspectivas razonables. Por decirlo así, la casa del liberalismo tiene muchas moradas. Sin embargo, contraponer de manera excluyente unas a las otras no es una buena manera de honrar los ideales que nos deberían inspirar a todos.

Y, en realidad, me temo que nos estamos acostumbrando a vivir en una sociedades escindidas, en sociedades en donde todas las disyunciones son excluyentes, como la que origina esta reflexión. Como si diéramos la razón al pensador alemán Carl Schmitt, que en los convulsos años previos al nazismo, decía que la principal dicotomía en el ámbito de la política, era la dicotomía amigo/enemigo. Creo que haríamos bien en olvidarnos de Schmitt y, con Rawls, preocuparnos de estructurar el ámbito de la política para hacer posible la concordia, guiados por aquellos principios que ninguna persona racional y razonable rechazaría.

Me parece que las sociedades humanas avanzan solamente cuando son capaces de hallar algunos presupuestos en los que están de acuerdo, cuando las legítimas discrepancias anidan en un trasfondo común, en un acuerdo común. Me parece, además, que para reconstruir nuestra sociedad después de la pandemia, la concordia va a ser imprescindible. Y habremos de estar atentos en el mantenimiento de nuestro esquema de libertades y en la atención preferente a los más vulnerables. Para hacerlo, necesitamos que nuestras disyunciones sean incluyentes, de modo que en ellas quepamos todas las personas. Este es el único modo de forjar, lo que con razón oímos repetir en estos tiempos, un nuevo contrato social.

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