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El triunfo de las invisibles

Periodista y profesora de la Universidad Carlos III de Madrid
Mejor Dirección de Fotografía para Daniela Cajías por Las niñas / Miguel Córdoba – Cortesía de la Academia de Cine / EFE

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El éxito alcanzado por las mujeres de la industria del cine en la pasada gala de los premios Goya, alzándose con las estatuillas de mejor película, mejor guion original y mejor dirección novel, en el caso de Las niñas, además del reconocimiento a mejor cortometraje documental, confirman el avance (muy lento pero paulatino) de la posición que empiezan a ocupar las profesionales en este sector, aunque habrá que esperar un tiempo razonable para comprobar si lo ocurrido en el teatro Soho de Málaga es un espejismo (reflejo de una temporada productiva y de exhibición anómala) o es el inicio de la una tendencia que se va consolidando. Todos los premios tienen una gran significación pero en esta ocasión queremos focalizar la atención en el reconocimiento que se otorgó a dos departamentos donde las mujeres han estado tradicionalmente infrarrepresentadas y han sido especialmente invisibles: dirección de fotografía y composición musical. 

El triunfo de Daniela Cajías, primera mujer en lograr el Goya a la mejor fotografía, deja en evidencia la anómala situación en la que ha vivido la industria cinematográfica española por su falta de equidad y de diversidad. Los datos son reveladores, según los estudios de CIMA, entre 2015 y 2019 la empleabilidad de las mujeres en este puesto ha sido de entre el 2% y el 10%, frente al 90%-98% de los hombres. Han tenido que pasar 35 años desde que se constituyeran estos galardones para que una profesional al frente de uno de los departamentos técnicos más relevantes y abrumadoramente masculinizado demostrara a los espectadores que las mujeres también existen en este sector. Los Goya, al igual que otros premios similares, no pueden ser entendidos como el reflejo de la producción cinematográfica de un país, entre otras razones porque siempre dejan fuera de sus nominaciones obras y profesionales que apuestan por estéticas y narrativas más diversas, innovadoras o arriesgadas, pero sí pueden ser un escaparate donde contemplar las fortalezas y también las vergüenzas de un sector cultural con tanta influencia en el imaginario colectivo.  

Hasta ahora, las directoras de fotografía han sido un nutrido colectivo de profesionales que se ha tenido que mover forzosamente en el terreno de la publicidad, del cortometraje, del documental, en ficciones (siempre de medio o bajo presupuesto) o en series de televisión, en muchas de las cuales se han encargado de las segundas unidades. Las dificultades para encontrar en nuestra cinematografía oportunidades laborales suficientes ha llevado a la mayoría a no cerrarse fronteras y a vivir a caballo entre España y cualquier rincón del planeta, con lo que eso supone para la conciliación de una vida laboral y personal mínimamente equilibrada. Son profesionales que han demostrado su versatilidad y alta capacitación profesional en abultadas filmografías construidas con productoras internacionales en equipos multiculturales y multilingües, al tiempo que en nuestro país firmaban la fotografía de las obras de cineastas que apostaron por ellas, como Mar Coll o Albert Serra (en el caso de Neús Ollé), Kike Maíllo o Bernabé Rico, que han contado con Rita Noriega;  Víctor García León con Eva Díaz Iglesias; Mariano Barroso o María Ripoll con Raquel Fernández o Nuria Roldós; Arantxa Etxebarría con Pilar Sánchez; Javier Calvo y Javier Ambrossi o Clara Roquet con Gris Jordana,  David Ilundáin con Beth Rourich, o Pilar Palomero por Daniela Cajías.

La falta de confianza de una parte importante de los productores y realizadores de este país en las directoras de fotografía ha sido un problema endémico debido a una serie de prejuicios hacia las mujeres. La supuesta falta de liderazgo o de fortaleza física y mental para resistir los contratiempos de un rodaje han sido lastres que las profesionales de este oficio han tenido que combatir demostrando con más ahínco su capacidad de trabajo, su versátil y adaptable mundo creativo, la determinación con los equipos y la rapidez en la toma de decisiones. En esta coyuntura, muchas profesionales ven cómo el camino que han de recorrer para llegar a que un cineasta o productor confíe en ellas, otorgándoles la responsabilidad de plasmar en imágenes la magia de sus obras imaginadas, es mucho más largo, abrupto y complejo que muchos de sus colegas masculinos. No es de extrañar que Teresa Medina, actual presidenta de la asociación de directoras y directores de fotografía (AEC), una profesional que también tuvo que desempeñar parte importante de su carrera en EEUU, reclamara en una entrevista: “Si alguna vez tenemos la bendita suerte de que nos llame Almodóvar o Amenábar, ese día esto empezará a cambiar. Necesitamos que confíen y que vean que podemos hacer una película o una serie de gran presupuesto. Si ellos no nos dan la oportunidad, no vamos a ser capaces de romper ese techo de cristal”.

En similares márgenes profesionales han tenido que moverse las mujeres compositoras para cine y otras artes visuales. No es la primera vez que se reconoce a estas profesionales en una gala de los Goya pero sí la segunda, después de que Eva Gancedo consiguiera el galardón en 1998 por La buena estrella (Ricardo Franco). Es decir, han tenido que transcurrir 23 años para que veamos a Aránzazu Calleja y Maite Arroitajauregi como merecedoras de reconocimiento por la música original de Akelarre

Durante la práctica totalidad del siglo XX, las mujeres apenas tuvieron presencia en el campo de la creación musical para cine, un territorio copado exclusivamente por los hombres, pero a partir de la primera década del XXI ya podemos contar con una generación de compositoras de alta cualificación profesional. Muchas de ellas se formaron en el prestigioso Berklee College of Music de Boston, siguiendo la estela del único referente femenino que representó Gancedo y adquiriendo un sólido bagaje profesional en Los Ángeles, donde las oportunidades laborales eran más constantes, si bien siempre tuvieron un ojo puesto en la industria española donde han querido y quieren desarrollar sus carreras. 

Trabajan incansablemente para demostrar su versatilidad, su creatividad y la fuerza de su música. Algunas han entrado al mercado español ejerciendo de orquestadoras, asistentes o programadoras de renombrados compositores, con los que han colaborado en arreglos, programaciones o escribiendo música adicional, otras están intentando crear una filmografía que las avale y demuestre a productores y directores que pueden confiar en ellas. Son los casos de Zeltia Montes, que ha trabajado desde el homenaje al western, pasando por el thriller  y que ha firmado la música de un drama agridulce como Uno para todos, de David Ilundáin, de Vanessa Grade, que ha compuesto las bandas sonoras en un año especialmente fructífero para ella con La boda de Rosa, de Iciar Bollaín o Un mundo normal, de Achero Mañas o de Victoria de la Vega que ha creado la música de Dehesa, el bosque del lince ibérico, de Joaquín Gutiérrez Acha. Junto a ellas están Isabel Royán, Isabel Latorre, Nina Aranda, Alicia Morote, Sofía Oriana Infante o Pilar Onares, por citar solo a algunas profesionales de esta especialidad. 

El pasado domingo 7 de marzo, la gala de los Goya hizo posible reconocer que las profesionales del cine ya estaban ahí, esperando salir de ese incómodo e injusto territorio de la invisibilidad. Tienen razón los que piensan que todo está en el Quijote, como demostró la cita que nos regaló Ana María Ruiz, la sanitaria que entregó el premio a mejor película, cuando el ingenioso hidalgo le recordaba a Sancho que “no es un hombre más que otro, si no hace más que otro” y le advertía que “habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca”. Pues eso.

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