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28J: alianzas para la igualdad

Igualdad. Foto de archivo.

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La democracia es un régimen complejo y que, a su vez, tiene que enfrentarse a la complejidad. Y lo es porque parte de un presupuesto que inevitablemente genera tensiones y que no es otro que el juego siempre inestable entre igualdad y pluralismo. O lo que es lo mismo, entre la igual dignidad que como humanos compartimos y las diferencias que a su vez nos singularizan.  Los Estados constitucionales han ido creando distintos instrumentos normativos para hacer posible ese equilibrio, como por ejemplo todos los relacionados con un Derecho antidiscriminatorio que prevén y persiguen todos los comportamientos que tratan de obstaculizar el libre desarrollo de nuestra personalidad en función de alguna circunstancia personal o social. Sin embargo, mucho más eficaz que las normas, y sobre todo mucho más que las de carácter punitivo, lo son los hábitos cívicos que nos permiten convivir desde el diálogo y el reconocimiento del otro y la otra. Unos hábitos que requieren un esfuerzo singular desde el punto de vista educativo y que exigen a su vez un compromiso férreo, cotidiano, de todos y de todas, con la conversación democrática. Y, claro, conversar exige en primer lugar la capacidad de escuchar y, para ello, no es posible partir de nuestras convicciones como si fueran dogmas de fe. Es decir, las virtudes democráticas no son posibles desde los púlpitos o las torres de cristal sino que requieren las arenas siempre movedizas de quien sabe que él mismo y sus ideas están siempre haciéndose. 

En los últimos años estos hábitos, con la ayuda singular de los espacios tecnológicos en los que con tanta frecuencia se alimentan los pánicos morales y la ira, se han ido debilitando y han ido dejando cada vez más protagonismo a las trincheras. Esta confrontación ha alcanzado en los últimos años unos niveles insoportables, al menos en determinadas redes sociales y en algunos espacios públicos que deberían responder a una lógica democrática, gracias a la disparidad de criterios de una parte del feminismo y las personas que reclaman el reconocimiento del derecho a su identidad sexual. Nunca antes, y eso que en el feminismo siempre he sido partícipe de dilemas con respecto a cuestiones como la prostitución o la misma incorporación de los hombres a sus filas, había asistido a tal nivel de tensión y de rechazo a cualquier forma de diálogo, reconociendo que ha habido actitudes intolerables por “ambas partes”. Todo ello alentado, no nos engañemos, por uno de los peores males que pueden afectarle a un movimiento social: los intentos de apropiación por parte de los partidos políticos, y por tanto por parte de sus esquemas rígidos de organización y frentismo, así como por parte de una Academia que siempre suele, solemos, contemplar la realidad desde unas atalayas privilegiadas que poco saben de lo que bulle en las calles.

Lo que más me ha sorprendido en todo caso son las personas que parecen tenerlo todo clarísimo, sin fisuras, como si sus convicciones estuvieran más cerca de un credo religioso que de una teoría que siempre está en movimiento y como si existieran instancias, al estilo de las autoridades religiosas, que extendieran certificados de buena conducta. Nada más lejos, entiendo yo, que lo que debería ser no solo el ánimo intelectual, sino también demócrata, de cualquier persona que mire la realidad con el objetivo de reconocer un problema e intentar buscar soluciones desde el presupuesto imprescindible de la dignidad y los derechos humanos. La duda, como decía Norberto Bobbio, es la virtud intelectual por excelencia y la “filosofía de la sospecha”, como tantas veces le he leído a Amelia Valcárcel, son las mejores herramientas para avanzar en el siempre tortuoso camino de la emancipación.

Por todo ello, y ante un 28 de junio en el que se insistirá en que se cumplan las promesas incumplidas, se desatasquen los procesos legislativos que corren el riesgo de naufragar y en el que, como cada año, asistiremos al cinismo de unos cuantos que aprovechan el orgullo para vender y venderse, a mí me bastaría con que hiciéramos el esfuerzo de recuperar el talante y el talento democrático que debería tenernos unidas y unidos en un objetivo común: la superación del orden patriarcal y la cultura machista, el desmantelamiento del orden de género y, al fin, la conquista de la autonomía como eje de una ciudadanía basada en la igualdad como reconocimiento de las diferencias. Una autonomía que en términos democráticos siempre es relacional y que requiere, claro está, una igualdad de condiciones sociales y económicas imprescindibles para que cada sujeto pueda hacer su proyecto de vida. Una reivindicación, la que tiene que ver con la desigualdad de recursos, que por cierto con frecuencia se olvida en la “guerra de identidades” capitaneada habitualmente por sujetos y sujetas privilegiadas.

Difícilmente alcanzaremos este objetivo, y mucho menos en esta época de reacciones conservadoras y patriarcales, si no somos capaces de establecer alianzas, de crear redes, de sumar en vez de restar. Y para ello,  como siempre que se inicia un juego democrático, es necesario despojarse de las corazas y estar dispuestos incluso a que lo que piensa y vindica el otro o la otra pueda llegar a modificar nuestros puntos de partida. Algo que hace unos días Carmen Ruiz, una de esas mujeres mayores que representa lo mejor del feminismo histórico de mi ciudad, miembra de la Asamblea de Mujeres de Córdoba Yerbabuena, manifestaba con lucidez y ternura de sabia en una reunión en la que participaron distintos colectivos con el objetivo de implicar a los hombres en la igualdad. Unas palabras que me recordaron mucho a Emma Goldman y que insistían en que ella siempre ha entendido el feminismo  como un baile en el que deberían participar todas las personas, sin que para ella fuera relevante lo que cada cual tenga debajo de la falda o el pantalón. En fin, la obviedad, o no tanto, de un proyecto de transformación que nos lleve a un mundo donde alcancemos la equivalencia de todos los seres humanos, lo cual es un escalón superior a la igualdad.

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