Adiós al feedback
“Vivir de manera efectiva significa poseer la información adecuada”
Norbert Wiener
Este verano se han cumplido 39 años del día en que me puse por primera vez ante un micrófono que, todo hay que decirlo, era de la SER. El recuerdo es grato, pero también pertinente porque muchas cosas han cambiado desde entonces. Voy a centrarme en una de ellas que no era otra que la soledad del emisor. En aquellos años y, hasta mucho después, ponerse delante de un micrófono o escribir en un diario o, aún más, ponerse ante una cámara, era un ejercicio de absoluta soledad puesto que nunca nos era dado saber si había alguien al otro lado o quién había o cómo era el que allí estaba. Era un ejercicio de imaginación más que de fe puesto que sabíamos que allí estaban nuestros lectores o nuestros oyentes —las ventas o los datos globales así lo demostraban— pero estos no tenían nombre ni rostro ni cobraban otra forma que la de la entelequia de lo que los estudios, que no todos los medios podían pagar, nos decían sobre cómo eran.
Ese era el motivo de que abriéramos los teléfonos a las llamadas de los oyentes cruzando los dedos para que no fueran los de siempre, los fijos, los abonados o no entrara alguno de los estrambóticos loquitos que nunca faltaban en torno a los medios de comunicación. O esperábamos con fruición las cartas al director, que casi siempre hablaban de los propios problemas de los lectores, y más escasamente comentaban quizá un artículo o un reportaje concreto que les había gustado o que querían corregir. Eran aquellos tiempos en los que la discusión sobre qué era importante dar o qué merecía más espacio o qué debía quedarse fuera tenía mucho de debate teórico que se llevaba a cabo en, a veces, encendidos debates en las reuniones de contenidos. Al final primaban unos criterios sobre otros, pero difícilmente eran estos los procedentes de los potenciales receptores puesto que esa línea de retorno era endeble y poco usada.
Esa línea de retorno, de retroalimentación en la comunicación, se denominaba técnicamente feedback y fue formulada al acabar la II Guerra Mundial por Norbert Wiener que venía así a perfeccionar el primer esquema del proceso de comunicación que habían establecido Shanon y Veawer, que solo contemplaba una emisión unilateral hacia el receptor. Bueno, esto son cositas que estudiábamos en Teoría General de la Información, comprendiendo así todas las teorías de la comunicación de masas establecidas por varios autores. Tal vez ese sea el motivo por el que no tragamos con esos intentos manipuladores de hacer ver que la teoría de la aguja hipodérmica o de la bala mágica —que preconizaban una relación directa entre el mensaje del medio y la reacción del público— son reales y funcionan. No, ni un medio ni dos ni tres pueden conseguir hacer reaccionar en el sentido que desean a una masa de receptores… o de votantes. Eso es falso.
A lo que iba. El concepto de retroalimentación también cambió sustancialmente con la llegada de las redes sociales. Hace tres lustros, llevados por esta emoción, muchos periodistas nos sumergimos en ellas buscando ese legítimo retorno por parte de las audiencias sobre nuestro trabajo. Al principio funcionó. No eran masivas, pero traían feedback y eso resultaba interesante. Los programas de todos los medios comenzaron a poner etiquetas para comentar sus contenidos y, sobre la marcha, iban aprovechando ese retorno para modular los tiempos o el interés de los temas. Eso ya no funciona. La conversión de las redes sociales en un verdadero lodazal, en un basurero de la comunicación, ha matado el interés que estas habían cobrado en el proceso comunicativo.
Muy por el contrario, las redes han devenido en verdaderos focos de presión, muchas veces modulada y dirigida, incluso falseada por la utilización de cuentas falsas y bots y, por eso mismo, un motivo de disfunción del proceso comunicativo y del propio trabajo del periodista. Eso quiere decir que, a fecha de hoy, todo periodista reflexivo ya se ha dado cuenta de que mantener su independencia de criterio pasa indefectiblemente por modular el alcance de ese feedback o, incluso, en protegerse de él. No es que lo sepa solo por experiencia o porque lo hablamos entre nosotros, sino que les invito a comprobar cuántas interacciones reales en respuesta a esas opiniones de retorno observan últimamente en redes. Verán que muy pocas. Los periodistas, que sabemos mucho de determinar de dónde vienen las presiones y en intentar soslayarlas, ya hemos detectado ese falso proceso de retroalimentación como una forma inaceptable de presión.
Les aconsejo que no crean a los que pretenden convencerles de que una mano negra o los propietarios de los medios nos fuerzan a emitir determinadas opiniones o a realizar determinados trabajos. En el caso de la opinión, ya les digo que no es así. Desde que trabajo en programas de debate y escribo columnas de opinión juro que nadie, nadie, me ha intentado siquiera decir qué postura debería tomar respecto a ningún tema. Nadie. Nunca. Cierto es que puede haber quien decida prescindir de ti si no les gusta tu postura —hasta el momento solo me ha pasado con el Telemadrid de Ayuso y Vox— pero como quiera que existe pluralidad, lo que para unos es motivo de ajusticiamiento es oro líquido para otros. No pasa nada. Respecto a los compañeros que hacen información, que tampoco les mientan, la gente es muy digna y el periodismo tiene a su disposición diversos medios como la retirada de firma, la cláusula de conciencia —recogida en la Constitución— o el secreto de las fuentes, para permitirte mantener la dignidad profesional.
Claro que hay presiones. Proceden de fuera, de la política, de los anunciantes, de los poderes fácticos pero, desde luego, no son insalvables. Es más, en la mayor parte de los casos en medios profesionales son los directivos de los medios los que ejercen de colchón entre las presiones y el informador o firma de opinión. Creo que ni siquiera nos cuentan la mitad de lo que pasa para que no nos sintamos presionados. Yo al menos no lo hacía cuando era directora. También les contaré un secreto: un periodista nunca es más libre que cuando su medio gana mucho dinero. Un medio solvente puede surfear con buen timón las presiones que son consustanciales a la naturaleza de la sociedad y a la humana. Un medio con problemas económicos es pasto de los que ofrecen sostenerle a cambio de cosas no confesables.
¿Qué pasa con el vertedero de insultos, amenazas, campañas estúpidas que pretenden boicotear a uno u a otro que se producen en las redes? Pues que amenazan con anegarnos sin ningún colchón que nos proteja. Como no somos del todo tontos, sabemos que tales acciones solo pretenden condicionarnos, a nosotros o a nuestros medios, para que no emitamos opiniones o demos informaciones que molestan a un sector del público (normalmente seguidor acérrimo de alguna opción política o social que pretende tener un derecho inexistente a que no se emitan las opiniones que no coinciden con las suyas). ¿Qué tiene que hacer un periodista o un opinador cuando comprueba que existen acciones dirigidas a condicionar su trabajo? Yo se lo digo: protegerse de esas presiones vengan de donde vengan.
Es ese el motivo por el que cada vez más profesionales de los medios están dejando de leer lo que se escribe sobre su trabajo. Estaríamos encantados de ver otros puntos de vista o, incluso, de reflexionar sobre otros planteamientos o sobre debates intelectuales que se plantearan, pero definitivamente no es el caso mayoritario. Así que, aunque muchos no lo sepan, mayoritariamente hemos ido activando las restricciones a las notificaciones y a las menciones en nuestras redes y, básicamente, no dedicamos mucho tiempo a ver lo que de nosotros se dice en ellas. Es necesario para poderles dar un trabajo de calidad a los receptores que así lo buscan. No vamos a ser tan taxativos como lo fue Faulkner que decía: “yo estoy demasiado ocupado escribiendo como para ocuparme de los lectores”; pero sí que le tomaría la frase de que “ningún trabajo honesto es fácil”. El nuestro tampoco y tal vez por eso lo amamos.
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