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Estado ansioso de la clase obrera

Dos trabajadores, en la fábrica de BSH en Zaragoza (imagen de archivo).

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Está deprimido, le dicen. Entonces mira por la ventana y responde con una sonrisa trémula que a él no le pasan esas cosas. Que él no se deprime. Es fuerte. ¿Cómo estás?, recibe de manera martilleante esas palabras en mensajes de amigas preocupadas cada vez que vuelven a identificar que ocurre algo que puede afectarle. Estoy perfectamente. No pasa nada. Soy muy fuerte. Pero el pecho le pesa uniendo el esternón con la parte baja de la espalda. La ansiedad es esa sensación de estar viviendo de manera constante al borde del precipicio, un estado de pánico constante en el que todo parece fluir de manera automática con la certeza de estar viviendo el día a día cruzando con los ojos tapados una autopista en hora punta con los coches silbando entre tus pasos. No hay mejor manera de describir un día cualquiera de este estado cotidiano de las cosas.

Una noticia en elDiario.es no sorprendía esta semana. La compra de antidepresivos se ha disparado en el último año un 10%, según un informe que acaba de publicar el Observatorio del Medicamento. El informe concluye que el aumento se debe a que los casos de depresión han ido en aumento desde el estallido de la pandemia. Unas conclusiones que van en la línea de revistas científicas como The Lancet, que afirmó que la crisis sanitaria había causado depresión y ansiedad a 129 millones de personas en el año 2020. Existen actores externos que intentan provocar ese estado nervioso en los enemigos, la clase obrera lo es para ellos, para lograr vencerlos. Es un método efectivo de presión utilizado de manera recurrente en las redes sociales contra adversarios intentando lograr con estrategias de 'bulli' psicopático lo que sus propias actuaciones no le han recompensado en el mundo de los hechos. Es una burda manera de volcar las frustraciones en aquellos que no puedes controlar, envidias o consideras un obstáculo para tus objetivos. Ser consciente de esos comportamientos ayudan a combatirlos, porque convierten al acosador en un ser digno de lástima, un pobre fracasado obsesivo con la única pretensión de triunfar y sentirse orgulloso con el mal ajeno. Entender al ‘bulli’ como un triste personaje fracasado ayuda a combatir la propia ansiedad que puede generar el acoso. Es un ejercicio enriquecedor para quien tiene que sufrirlo, imaginar al rey desnudo. La clase obrera está acostumbrado a tratar con esta gente en el mundo real.

Quienes entienden el trabajo desde la weberiana “ética protestante” y han sido criados en familias de clase trabajadora abnegadas son conscientes de que el trabajo no se deja. El trabajo te destroza o te echan. Pero no se prescinde de él ni cuando intentan presionarte para que abandones. Es una concepción un tanto autodestructiva, pero que hace invulnerable al que la posee de presiones burdas de privilegiados sin manos encalladas. Por eso es difícil que ocurra una gran dimisión en la generación de los criados por padres y madres nacidos en la posguerra y el primer franquismo, porque han sido criados en un estoicismo insano que premia el estajanovismo y lo considera un deber moral. Una concepción del trabajo que alimenta el estado ansioso vital, pero hace que las presiones externas se aparten con la naturalidad con la que una vaca aparta las moscas con la cola mientras rumia.

Agota Kristof explicó con precisión de cirujana de las letras en qué consiste esa carga de vulnerabilidad asociada a su existencia que hace a la clase obrera más resiliente incluso después de un intento de suicidio. Un diálogo entre un psiquiatra y un operario de una fábrica en el que el doctor le pregunta por esas voces que oye y esas imágenes que cree ver. ¿Dónde están esos pájaros? ¿Dónde ve esos aviones? ¿Dónde el piano y el tigre? El trabajador, apesadumbrado, responde: “Solo quería descansar. No podía seguir con mi vida así, la fábrica y todo lo demás…la ausencia de esperanza. Levantarse a las cinco de la mañana, caminar, correr por la calle para coger el autobús, cuarenta minutos de trayecto…correr a ponerse la bata gris, fichar amontonándose ante el reloj, correr hacia la maquina, ponerla en marcha, perforar, perforar, siempre el mismo agujero en la misma pieza, diez mil veces al día. De esa velocidad depende nuestro salario, nuestra vida”. Es la condición obrera, responde el psiquiatra. Deberías estar contento de tener trabajo. Se cierra el expediente.

Es muy difícil doblegar al que entiende el trabajo como un estado de supervivencia, en el que nunca se es feliz, pero que tiene entroncado en lo más profundo de su identidad porque es un deber necesario e irrenunciable para la subsistencia. No hay enemigo más poderoso que aquel que no tiene nada que perder y que jamás podrá doblegarse, porque el sistema le ha creado como un proletario eficiente que tiene que ejercer en un mundo hostil a todos y cada uno de sus valores, pero que defiende su pan con sangre en sus ojos de los intentos míseros de desprenderle de su sustento. Aprieten, porque tendrán que romperle, no se dobla una barra en frío.

Rumaan Alam describe en su obra Dejar el mundo atrás el ambiente de este tiempo en el que existe la sensación constante de incertidumbre, de desastre, de tragedia natural. Un humor en el que no hay espacio para la tranquilidad ni siquiera en un momento de asueto vacacional. Vivimos en un estado constante de emergencia sin saber cómo acabará el día y a qué nos tendremos que enfrentar la próxima estación. Una pandemia, un mal diagnóstico, una guerra, una crisis energética, una catástrofe natural, una inflación desasosegante. La distopía no es vivir en una situación en la que cualquiera de estos elementos opera en tu vida, sino con la sensación de que mañana ocurrirá algo terrible que acabará con tu bienestar de manera radical sin saber desde dónde vendrá el golpe. Asumir que eso es así hace más llevadero el camino a la ataraxia.

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