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Brote por el rebrote

Playas y distancia social

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El martes nuestra común amiga Belén Remacha se marcaba el tuit definitivo sobre lo que preocupa a media España. Lo pongo aquí para la pobre y afortunada gente que no tiene Twitter: “Un abrazo entre todos los que nos cogimos vacaciones a finales de julio o agosto porque 'hasta el 15 de julio igual ni se puede salir de Madrid' y ahora miramos con un ojo las stories de gente ya en la playa, con el otro las cifras de rebrotes y en la mano los ansiolíticos”. El hilo que desató su declaración, lleno de gente que compartía las fechas de sus vacaciones probablemente truncadas, podría resumirse básicamente en el tuit: “no me voy a coger un mojón”, aunque hubo otros con más consciencia de clase: “afortunados los que pueden elegir las fechas de sus vacaciones”.

Recuerdo la primera vez que se habló de “rebrote” o de “vuelta al confinamiento”. Nos acababan de encerrar. No sabíamos lo que era un confinamiento pero con nuestra habitual perspicacia ya proyectábamos el siguiente. Un tono resignado pero en el fondo autosuficiente, como de madurez repentina, de vuelta de todo: “pero qué dices, si en octubre estaremos otra vez de cuarentena”. Y más adelante sembrando la duda por puro vicio: “Bueno, todo lo que quieras pero si no nos vuelven a encerrar, claro”. Esta iba a ser una reentré diferente. Nos soltaban por vacaciones pero a sabiendas de que no hay tráfico viral más espeluznante que el que ocurre en el dulce abandono de la carne, en el territorio impune del ocio. Caeríamos para volver a levantarnos o, lo que no es lo mismo, nos levantaríamos para volver a caer. El eterno retorno de la humanidad que no aprende nada. En fin, que aquello de que toda sombra es, al fin y al cabo, hija de la luz, cobraba sentido.

Hoy es el futuro. Al menos el que parecía aún lejano cuando vi la película de los topos republicanos que se pasaron treinta años emparedados en sus casas para que no los asesinaran los de Franco y me sentía aliviada de vivir en el siglo XXI. Qué tiempos aquellos. Hasta planeé mis vacaciones 2020. Turismo nacional. A la mano. Un homenaje a mi pasado. Un reencuentro con otra de las viejas ciudades que dejé atrás. Mi gran plan vacacional era irme a Barcelona aprovechando las casas vacías que dejan nuestros amigos. Mientras me repetía que sigo siendo clase media cuando la verdadera huye de las ciudades infectadas cuando tú llegas con tu neverita. Mi gran plan era bañarme en una playa de ciudad con distanciamiento social. Qué pasa, si todo suena en estos tiempos tan estúpido como posible.

Pero entonces fue cuando casi me da un brote de ansiedad y sin ansiolíticos a la mano, al darme cuenta de que mi gran plan ocurría en el epicentro del nuevo rebrote. Ada que decía ayer que no era para alarmarse hoy dice que sí es para alarmarse. Que han cerrado Badalona, Lleida. Que Barna está en el foco. Las noticias de que ya hay tantos contagiados en España como los que había cuando se decidió confinar a todo el mundo corren como todas las medias verdades de la mala malísima covid.

No solo se comprueba lo que ya sabíamos: que trabajar nos enferma, que nos mandan al matadero, que nos chupan la sangre, que el paro no es el cien por ciento de tu sueldo. Ahora sabemos también que nuestros modos de descansar nos enferman, que nuestras maneras de aglomerarnos, de ser felices y de ser infelices son igual de potencialmente letales. Como escribió hace poco Savater –el que mola–: “la nueva normalidad solo es un paréntesis entre dos estados de alarma, aquel del que venimos y aquel hacia el que vamos”.

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