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Una cáscara de nuez astillada

Cuatro de cada diez personas en Canarias notan cansancio cuando llega la primavera. (ISTOCK)

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El año acaba de empezar y yo ya estoy cansada, agotada, exhausta. Llego a enero de 2023 casi hueca: la energía, el ánimo, la emoción han ido saliéndoseme por las grietas del cuerpo y ahora soy apenas una cáscara, una cáscara de nuez con sus huequitos y los restos del fruto dentro, qué extraño es sentirse así de vacía y, al mismo tiempo, tan pesada como si entre este cuerpo mío y el mundo hubiera un insondable abismo, un acantilado, un precipicio por el que podría caer en picado. Es tan pesada la carga de las tareas pendientes y la intensidad de los cuidados siendo madre separada —que para mí es como ser madre soltera— que siento que algún día el peso de todo eso hará que se astille mi cáscara. 

Hace unos días, mi hijo cogió un virus, otro virus más, en los últimos tres meses ha estado más días enfermo que sano y supongo que por eso el peso de las tareas es más grande, más intenso, casi asfixiante, porque no es que se me acumulen tareas de enero de 2023, es que todavía tengo trabajo atrasado del último trimestre de 2022. La combinación de criar a un niño de cuatro años siendo autónoma y sin pareja parece algo tan corriente, tan ordinario que no ocupa portadas de periódicos ni tampoco columnas de opinión. Y por supuesto, no muchas sesiones en el Congreso de los Diputados. Si acaso, el tema da para algún artículo graciosillo como uno que leí el otro día en El País: “Diez ideas para conciliar cuando tienes a tu hijo enfermo en casa”. Entre ellas, la de verle el lado positivo al asunto: pasar más tiempo con los hijos, pedir comida a domicilio o pedir ayuda a la familia para que venga a cuidarte al niño. Lo leo y caigo en un estado de anonadamiento entre la rabia y la lágrima. 

Quizá quienes me lean al otro lado de la pantalla, pensarán también que esto es algo pequeño, tan cotidiano que roza la insignificancia. ¿No tiene todo el mundo alguien a quien cuidar: una hija, un hijo, un padre, una abuela? ¿No vivimos casi todos empujados por las exigencias de un sistema económico que ha hecho de nosotros pequeñas nueces huecas de frágiles cáscaras? ¿Y qué? De tan ordinario y corriente, vivir con ansiedad, con presión, con miedo se ha vuelto nuestro pan de cada día. Y así pasan los días y asumimos que esto es la vida: ir de un lado para otro sin aliento, no llegar a fin de mes, decir a todo que sí por miedo a que no vuelvan a llamarla a una, contestar mails a las doce de la noche de un sábado, escribir esta columna con mi hijo literalmente encima de mí. Siempre que tengo a mi hijo sobre mi cuerpo —subido a mi espalda, tumbado en mi barriga, sentado en mis piernas mientras tecleo— me acuerdo de una cosa que escribió Marguerite Duras en La vida material sobre lo que implica ser madre: «En la maternidad, la mujer entrega el cuerpo a su hijo o a sus hijos, éstos se ponen encima de ella como sobre una colina, o como en un jardín, se la comen, le dan golpecitos, se duermen encima y ella se deja». Justo así me siento mientras escribo estas líneas: una colina, un vasto jardín, un trozo de tierra. Cualquier cosa menos una mujer que escribe. Al final, el futuro, mi proyección en él, las aspiraciones de una están sujetas a la vulnerabilidad, a la fragilidad de los cuerpos. 

Solo en los mejores momentos del día, justo antes de dormir, cuando me tumbo al lado de mi hijo y su pausada respiración me calma, en ese preciso momento, donde todo es silencio y por la ventana se ve un cielo negro con titilantes y lejanos puntitos de luz, el cuerpo se relaja, al fin, y estoy tan vacía como siempre pero no peso, soy una pluma que baja desde el cielo, desprendida de las alas de un gorrioncito curioso, soy yo, ¡soy una pluma! y aunque me entretengo un segundo en hacer la lista mental de todas las tareas del día siguiente… ¡plaf! se me cierran los ojos y el sueño me posee en un segundo y creo que voy a dormir del tirón, pero una patada de mi hijo me despierta de golpe y la noche es oscura, tan oscura que parece que he perdido la vista y me quedo así con los ojos abiertos y entonces, no quiero, pero mi mente se pone a buscar el archivo de la lista mental que estaba haciendo, una lista que parece no acabarse nunca, a veces, en la madrugada, cuando empieza a clarear y mis ojos recuperan su mirada y vislumbro las sombras de cojines por el suelo y libros y construcciones de Lego que confundo con criaturas monstruosas, me vuelvo a dormir, apenas media hora, una hora antes de despertar definitivamente otro día más donde me moveré de un lado a otro con una autómata y me tragaré un polvorón rancio sin masticar para mitigar el vacío de esta cáscara que soy, tan vacía y tan pesada al mismo tiempo.

Aquí hablo de mí, supongo que hablo de mí, pero sé que estoy hablando de millones de personas que conviven cada día con la imposibilidad de cuidar y ganarse la vida. Fantaseo con la idea de una columna infinita que fuese una sucesión de monólogos: uno detrás de otro, el soliloquio de cada una de las personas que en este país se sienten abandonadas por una sociedad que da la espalda a los cuidados, que promueve la sumisión laboral, una sociedad donde la gente se ve arrastrada por la corriente del hacer y el acumular. Siempre que me veo así, sepultada por el trabajo pendiente, angustiada por la crianza y terriblemente sola, pienso en Frágiles, el ensayo donde Remedios Zafra reflexiona sobre el sentido de lo que hacemos y la naturalización de la ansiedad como daño colateral del que vive y trabaja. Zafra reflexiona sobre las “quinientas sábanas”. Una sábana es algo liviano, ligero, como una pluma, ¿qué pasaría si alguien tuviera encima una, dos, tres, cien, doscientas, quinientas sábanas? Ya no serían tan leves: cada sábana representa una tarea, un encargo, una “oportunidad de trabajo” que no se puede rechazar ni dejar para otro día. Aquellos que conviven con las quinientas sábanas sobre su cuerpo, han construido una cueva bajo las telas con el suficiente aire para vivir, «una vida vivible o mínimamente vivible en la que recibe mensajes que le recuerdan lo afortunado que es por tener tantas sábanas a las que podría llamar (y no llama) trabajo». Y la vida, eso que llamamos vida, consistirá en resistir el peso de las quinientas sábanas hasta que todo pase o hasta que la cáscara acabe por romperse del todo.

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