Lo de Cataluña tiene mal arreglo, lo de España también
La raíz de todo el asunto es que hay muchos catalanes que no se sienten para nada españoles. Y que ese sentimiento lo tienen de siempre y lo tenían sus padres y sus abuelos. Con una intensidad distinta según los casos. Para algunos es compatible con la convivencia pragmática con el resto de España. Para otros no. Durante un tiempo, incluso mucho, esa realidad puede no tener secuelas políticas. Pero de repente, una serie de circunstancias la transforman, y lo que solo han sido las reivindicaciones de una minoría, los nacionalistas, se convierten en una pulsión mayoritaria. En la que se juntan los sentimientos, las frustraciones y los anhelos de la más diversa índole. Estamos en uno de esos momentos. Ha habido otros cuantos durante los últimos cien años. Y todos han terminado mal.
Si a ello se suma que una situación muy parecida se da en el País Vasco y en una medida algo menor, pero no tanto, en Galicia, se concluirá que el problema de las seguramente mal llamadas “nacionalidades históricas” es una cuestión sustancial de la política española. Y que cualquier político que se precie de tal condición debería conocer con la mayor hondura y articulación posible todo cuanto tenga que ver con la misma. Debería ser un capítulo fundamental de su formación. Las ideas de andar por casa y los lugares comunes no sirven para saber qué hacer en este terreno. Y las recetas que salen de las vísceras, de los atavismos sin base, están destinadas al fracaso o al desastre.
Desgraciadamente estas últimas son las actitudes predominantes. Y las que se transmiten a la gente. Los medios de comunicación contribuyen mucho a ello porque, salvo excepciones puntuales, no se preocupan de ir más allá de lo que dicen los políticos. Y éstos, desde hace mucho tiempo, no han solido pasar del eslogan que más conviene en Cada circunstancia. El sistema educativo tampoco ayuda a que los ciudadanos comprendan que el asunto es complejo. Y por el contrario lo banaliza, sesgando a favor de interpretaciones nacionalistas, centralistas o de idílicas lecturas del Estado de las autonomías, según de qué autoridad dependa la autorización de cada texto escolar. Un ciudadano alemán de formación media, no necesariamente un intelectual, posee unos conocimientos sobre su sistema federal, sus orígenes, sus principios jurídicos y su razón de ser del que carecen buena parte de los políticos españoles. No digamos los ciudadanos corrientes. Incluidos los catalanes.
Los hasta aquí apuntados son deficiencias muy serias. Si se añade que la matriz ideológica que en este asunto inspira a los dirigentes y a buena parte del partido dominante en España, la incapacidad para hacer frente al problema se agrava. Porque el PP no ha avanzado mucho en este capítulo respecto de las formulaciones plasmadas en los principios fundamentales del régimen franquista. La manera en que la derecha entiende el Estado de las Autonomías ha venido a confirmarlo ahora que éste hace aguas por todas partes. Y no sólo por culpa del conflicto con Cataluña, sino porque ha terminado por ser una maquinaria inservible, destrozada por la codicia de las élites políticas y de los caciques regionales.
En un tiempo el PSOE se preciaba de ser el instrumento político ideal para hacer frente a los problemas del Estado español, los que desde siempre plantean las nacionalidades históricas y los nuevos que ha generado la Constitución. Porque, decía, era el único partido con presencia y fuerza real en todos los territorios. Hoy ya no es así, ni de lejos. Y en su creciente desarraigo, los socialistas tienden a envolverse en la bandera de España y, a la postre, a seguir la estela del PP, porque cualquier otra actitud, que las hubo hasta hace no mucho, ha desaparecido de su interior. O porque cree que esa es la única manera de no perder más votos.
La otra izquierda, la que apunta, en conjunto, a ocupar el espacio que está dejando libre el PSOE, expresa algunos mensajes distintos sobre la cuestión. Acepta, y no sólo en el caso de Podemos, la idea de la consulta catalana. Lo contrario sería negar su esencia misma que es la de reclamar una profundización de nuestra democracia. Pero hasta el momento no ha expresado su idea de España, de cómo debería ser un Estado nuevo, que sustituyera al caduco de las autonomías y en el cupieran sin dramas los catalanes, los vascos y los gallegos que no se sienten españoles.
Ese proyecto no existe. Ni en la izquierda ni en la derecha. Desde 1978, quienes mandan, interpretan e influyen han hecho creer que la Constitución lo había creado. Hoy se ve muy a las claras que eso no era cierto. Y sin una idea clara de lo que es España, con sus matices y articulaciones, no se va a solventar la cuestión catalana ni ninguna otra. Se podrán apaciguar, incluso por la vía de la fuerza institucional, mejor no mentar cualquier otra. Pero será imposible trazar ninguna nueva vía de solución.
Por eso el seguimiento de la actual crisis catalana produce melancolía, si no aburrimiento. Porque cada uno se puede apuntar a las declaraciones de principios que hacen unas y otras partes y que la mayoría de las veces son mero esencialismo demagógico. Pero lo más normal, sobre todo si no se vive en Cataluña, que allí el ambiente presiona mucho, es tender a no sufrir ni a padecer por lo que está pasando. Porque se cree que, al final, la sangre no llegará al río. Lo cual es una hipótesis arriesgada, porque puede fallar. Y además, mientras tanto el asunto ya está haciendo daño, y no solo en la economía y en la percepción que en el extranjero se tiene de cómo está España, lo cual tampoco es bueno. O porque, faltos de una referencia de por donde habrían de ir razonablemente las cosas en el futuro, que no es lo mismo que una solución milagrera que no existe, los más piensan que, a la postre, ese asunto nada tiene que ver con ellos. Y que ya puestos, tampoco ellos tienen que ver mucho con esta España a la que sólo unos pocos le sacan partido.