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¿Certificado COVID o carné COVID?

Un hombre muestra su certificado COVID en un centro de vacunación de la Comunidad de Madrid.

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El Parlamento de Texas, de mayoría republicana, aprobó en junio una orden por la que se prohíbe a todo comercio o entidad oficial requerir a los ciudadanos texanos no ya un certificado de vacunación COVID, sino directamente cualquier tipo de información relacionada con la vacuna. Se garantizaba así, en palabras del también republicano Gobernador Greg Abbott, “la libertad de ir donde cada uno quiera sin limitación alguna”. En el otro extremo, Francia empezó el mes pasado a exigir un certificado COVID para acceder a determinados espacios, un certificado que previsiblemente se extenderá más en el presente mes de agosto. Ambos países reflejan en buena medida las dos caras de la moneda: ¿Certificado COVID sí o no? 

Plantear las cosas de modo dicotómico, tal y como acabo de hacer en el párrafo precedente, quizás sea parte del problema. Como ha señalado el experto en bioética Íñigo de Miguel, el concepto de “pasaporte” juega aquí un papel confuso. Un pasaporte es algo que ofrece solo dos opciones: o puedes pasar o no, no hay más alternativas. Esa esencia binaria se traslada de modo inmediato al plano ético: o estamos a favor, o estamos en contra. Y para ambas posturas existen a nuestra disposición infinidad de argumentos, todos ellos basados en derechos. Unos esgrimen la libertad; otros la salud, y por tanto la vida. A un lado Bolívar: “La libertad es el único objetivo digno del sacrificio de la vida”. A otro Cicerón: “Salus populi suprema lex”. Se trata de valores fundamentales para toda sociedad democrática. Esa disposición de cosas parece casi obligarnos al enconamiento. O estamos radicalmente a favor, o radicalmente en contra. 

Pero el pasaporte COVID no es, o no debería ser, un indicador dicotómico, un todo o nada que algunos poseen y otros no. Quizás sería mejor denominarlo “carné COVID”, o algo similar, porque se trata, más bien, de una regulación flexible, como lo es el carné de conducir: yo puedo conducir un coche, pero no un camión ni un autobús. De hecho, tanto es así que puede defenderse que la idea que subyace al pasaporte COVID está ya entre nosotros, aunque no lo denominemos así. Uno de los nombres que recibe es “mascarilla”, porque, en efecto, la mascarilla es ahora mismo una suerte de pasaporte que nos permite, o no, entrar en el interior de los bares y de cualquier espacio cerrado. Es una señal que permite que unos “pasen” y otros no, esto es: un pasaporte. 

Como ocurre con el permiso de conducir, en realidad vivir en sociedad es de modo inevitable vivir rodeados de prohibiciones. Necesitamos permisos –esto es, “pasaportes”– para manipular alimentos, para comprar medicinas, para portar armas, para dar clase, para vender cosas e incluso para deambular por la calle, puesto que por ciertas partes de la misma está prohibido hacerlo. Sin entrar en profundidades filosóficas, y por paradójico que parezca, es precisamente ese juego de prohibiciones el que hace que podamos ser libres. Así que lo más probable es que la salida al laberinto no sea “pasaporte COVID sí o no” sino, más bien, “en qué contextos resulta permisible limitar ciertas libertades”. 

Como Iñigo de Miguel defiende, si entendemos así el carné COVID –como una regulación racional de la vida en sociedad, y no al estilo de un sello en el brazo que te concede o deniega derechos tan inalienables como el de acceder a la discoteca–, probablemente el debate se oriente de modo más productivo. Lo que el ejemplo de la mascarilla demuestra es que no se trata de sí o no, sino de articular entre todos una gradación prudente de un estado de cosas inusitadamente nuevo y peligroso. No podemos exigir lo mismo al enfermero que trabaja en una residencia de ancianos que al excursionista que sale a la montaña. A este último es razonable no pedirle demasiado, pero al primero parece lógico obligarle a que se vacune y a que nos lo demuestre, tal y como le obligamos a que nos muestre su título universitario. Si usted está de acuerdo con esta última frase, entonces está de acuerdo con el “pasaporte COVID”. Otra cosa es la regulación concreta del mismo. Esa debería ser la cuestión a debate, sin aspavientos, ultimátums, ni catastrofismos de opereta. 

¿Quién establece los límites? ¿Quién marca las pautas? Es evidente que, en una sociedad democrática, el parlamento, que responde cada cuatro años a la voluntad de la ciudadanía. Conozco muy bien la cita de Hayek que afirma que “las emergencias han sido siempre el pretexto mediante el que se han erosionado las salvaguardas de la libertad individual”, pero creo que aquí no estamos ante ese tipo de escenario. La emergencia del COVID no parece precisamente un invento del Gobierno, y sin duda tiene todos los visos que adornan a una verdadera fatalidad. Las libertades que se ven afectadas no forman parte del núcleo duro de la concepción democrática. Es muy costoso renunciar a ellas, desde luego: estamos hablando de limitar el acceso a lugares públicos y de regular la vida cotidiana hasta extremos que hace solo dos años nos hubieran parecido inconcebibles. Pero permanecen indemnes las libertades que nos permiten tanto pensar por nosotros mismos como, sobre todo, participar en lo público. El Gobierno y el Parlamento siguen dependiendo de nosotros, porque la libertad de pensamiento, de conciencia, de expresión y las libertades políticas no se han tocado y resultaría extrañísimo que alguien amenazara con lesionarlas debido a la pandemia. Nadie ha planteado, de momento, convertir a la sociedad española en algo parecido a la biblioteca universitaria de cierta universidad navarra en la que, al parecer, existen libros prohibidos, de tal manera que los universitarios que en ella estudian tienen que pedir permiso a un tutor o padre espiritual para leerlos. Cuando eso ocurra, cuando nos traten como a menores de edad incapaces de tomar decisiones, me acordaré de Hayek. Mientras tanto, hablemos entre todos de cómo regular el carné COVID, convengamos qué contextos requieren una mayor inmunidad y cuales permiten una mayor relajación y, sobre todo, olvidemos dicotomías divisivas y absurdas. Combatamos a la vez al mortal virus infeccioso y a los perniciosos extremismos políticos y mentales. 

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