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La indecencia de Cifuentes y sus cómplices

Cristina Cifuentes en la toma de posesión del nuevo rector, Javier Ramos, en la URJC, donde ha obtenido su máster

Octavio Salazar

Hace tiempo que entendí que trabajo en una especie de microcosmos, con frecuencia demasiado encerrado en sí mismo, que genera hacia el exterior pasiones encontradas. Como docente universitario, estoy habituado a que cada cierto tiempo haya alguien que, generalmente con mucha ligereza y con escaso conocimiento de lo que habla, me eche en cara las supuestas bondades de un trabajo que no deja de verse como privilegiado. Sin poner en duda que, como sucede en cualquier administración pública, en la Universidad puedan sobrevivir individuos corruptos, deshonestos o simplemente caraduras, lamento que con relativa frecuencia la imagen que se tenga de nosotros sea tan prejuiciosa. Quizás, y entono el mea culpa, porque nosotros seamos los primeros en mantenernos demasiado al margen de la sociedad, en una especie de púlpito del conocimiento que provoca que quienes nos miran lo hagan desde la desconfianza que genera siempre contemplar a quién ocupa cualquier tipo de poder, por limitado que éste sea.  Y no cabe duda de que la Universidad es un poder que, con frecuencia, arrastra todos los vicios del dominio jerárquico y patriarcal que la ha nutrido desde sus orígenes.

Esas opiniones tan sesgadas nos duelen especialmente a los que llevamos toda la vida trabajando muy duro, y no siempre en las mejores condiciones, en un ámbito en el que encontramos no solo un cauce para nuestro desarrollo profesional sino también personal. Porque entiendo que enseñar e investigar tienen mucho de pasión por la vida, de implicación absoluta del cuerpo y la mente en una tarea que carece de horarios y nos ocupa casi sin descanso. Al menos yo no entiendo de otra manera mi dedicación a un trabajo en el que permanentemente tengo que demostrar mis capacidades, el que nunca dejo de estar sometido a controles internos y externos y en el que, a diferencia de lo que piensa una buena parte de quienes nos miran, siempre queda un riguroso rastro tanto de lo que hacemos bien como de aquello en lo que erramos. Por todo ello, me duele tanto, como supongo que también a tantos y tantas colegas, todo lo que está sucediendo en torno al máster de la señora Cifuentes.  Un asunto en el que es evidente que algo huele a podrido y que, por tanto, nos sitúa frente a lo peor que se le puede reprochar no solo a una Universidad sino en general a cualquier espacio público: la falta de transparencia, el incumplimiento de las reglas del juego y, por supuesto, las mentiras o medias verdades con las que se trata de despistar al respetable. Algo que ha alcanzado unos vergonzosos niveles de cinismo en la comparecencia de la alumna “fantasma” ante el órgano que representa a la ciudadanía madrileña. Un ejercicio de cinismo e irresponsabilidad política que debería activar inmediatamente una moción de censura y que, lógicamente, a través de la propuesta de una Comisión de investigación realizada por Ciudadanos, corre el riesgo de dejarse morir en el tiempo.  De esta manera, comprobamos como los adalides de la regeneración democrática acaban siendo fieles cómplices del más puro estilo Rajoy.

Como ciudadano me indigna el nivel de desfachatez al que están llegando nuestros representantes, muy especialmente quienes nos (des)gobiernan pero también quienes crecen en el favor de las encuestas haciendo apenas un paripé de limpieza democrática.  Pero, como profesor universitario, supera la indignación todo lo que nos está llegando de una Universidad que al parecer algunos han convertido en un espacio en el que paradójicamente parecen no regir las reglas mínimas del Estado de Derecho. Me duele como universitario el mal olor que desprenden Cristina Cifuentes, y con ella todos quienes han sido cómplices en su singular y fantasmagórico Máster, no solo porque llegado el caso sus actuaciones puedan ser objeto de una clasificación delictiva, sino por lo que supone de negación de todo el trabajo, dedicación y esfuerzo que para tantos nos ha supuesto seguir una carrera profesional muy exigente y comprometida. Lo cual, insisto, no quiere decir que no haya ni haya habido impresentables que han hecho de su capa un sayo, pero en general me consta que quienes hoy han terminado su doctorado y no digamos ocupan una plaza de profesor o profesora han tenido que trabajárselo mucho, en condiciones habitualmente precarias y tan solo animados por la vocación que, de no existir, convertiría la vida universitaria en un laberinto incluso tóxico. Espero pues que se exijan las pertinentes responsabilidades y se sancione a todos quienes hayan pretendido hacer de los despachos universitarios el escenario perfecto para la satisfacción de sus intereses egoístas y de los de sus secuaces. Nos va el prestigio de la educación superior en ello y, por supuesto, a nivel más personal, el sentido de la decencia que para mí debe ser consustancial en quienes nos dedicamos a la sagrada tarea de pensar y enseñar. Una decencia que nos obligaría a señalar con el dedo y, a ser posible, a expulsar de espacios donde también se alimentan los valores que se proyectan en la vida pública, a todos y a todas quienes actúan en ellos más como padrinos que como sabios. A quienes no piensan tanto en la responsabilidad pública de tu dedicación sino más bien en las lindezas de un ombligo que les hacen sentir que están por encima del bien y del mal.

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