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Las ciudades cemento

Varias personas se protegen del sol en la Puerta del Sol de Madrid.

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En la céntrica Plaza de Callao de Madrid hay ahora mismo un pequeño banco en forma de libro. Forma parte de una campaña del Ayuntamiento llamada Asienta la lectura-siéntate a leer que durará hasta el mes de junio. Trabajo en Gran Vía, así que paso todos los días delante de ese estrecho taburete apaisado y todos los días observo a gente sentada. Parecen extraterrestres en un espacio de paso, como peregrinos camino de Murcia en lugar de Santiago de Compostela, porque la plaza de Callao no tiene otro espacio para sentarse. En Callao quedas y cuando encuentras a la persona con la que te has citado te vas. Nadie permanece en ella más de lo necesario, especialmente cuando el calor abrasa. La plaza fluye como el control de un aeropuerto, con gente entrando y saliendo acelerada.

A solo unos metros de Callao se acaba de presentar la reforma de la nueva Puerta del Sol que ha supuesto una inversión de 10,7 millones de euros. Todavía faltan detalles como la fuente que acogerá la estatua ecuestre de Carlos III. La antigua plaza tenía muchas carencias y esta reforma parece haberlas mantenido. Podría parecer que el propio nombre de la plaza diluya la posibilidad de la sombra: “Pero vamos a ver, ¿cómo vamos a poner árboles o pérgolas en un lugar llamado la Puerta del Sol?”. Los defensores de la reforma argumentan que la nueva reestructuración convierte la plaza en lo que siempre ha sido: un lugar de reunión conquistado por los peatones, un sitio simbólico de encuentro. Pero claro, con treinta grados ya en el mes de abril el lugar parece que se convertirá en un punto de encuentro simbólico con las lipotimias y el Samur.

Hay algo en esa querencia administrativa por los espacios duros y hostiles, en ese gusto por el cemento que termina convirtiendo los espacios públicos en cementerios. El 70% del suelo público de las ciudades está ocupado hoy en día por el asfalto. Hay zonas conquistadas por los coches que expulsan al peatón, pero también hay sitios diseñados para el peatón que expulsan la reunión y comodidad. Al fenómeno se le ha denominado arquitectura hostil. En esta etiqueta se incluyen bancos con barras verticales para no tumbarse, barandillas de pared que permiten apoyarse pero no sentarse ni acostarse, asientos inclinados, fuentes rodeadas de verjas en lugar de césped (esto si hay fuentes, porque las fuentes atraen a los indigentes, como dijo la pasada semana un portavoz PP en Madrid), áreas pavimentadas de forma irregular, o también zonas sin bancos o sombras.

En Valencia se instalaron hace unos años los conocidos como “bancos individuales”. Vamos, básicamente eran sillas. Los tuvieron que retirar en el 2017 porque nadie quería sentarse en ellos. Pretendían disuadir a personas sin hogar y a grupos de chavales haciendo botellones, pero su eficacia fue absoluta y consiguieron disuadir directamente a cualquier vecino. Aquellos bancos –aquellas sillas– se convirtieron en una metáfora precisa de la ciudad moderna empaquetada en plástico para no ser consumida. Una forma de entender el espacio público como algo individual y no comunitario.

Muchas veces nos movemos por las ciudades ajenos a esos trucos, esa madeja de redes sin cables ejecutadas a través del diseño y la política para mantener convenientemente fuera del espacio público a personas sin hogar, pero exponencialmente también a cualquier otro vecino que no vaya a consumir o trabajar. Ciudades que corren el riesgo de terminar por convertirse en lo que el antropólogo Marc Augé denominó como no-lugares, espacios que crean usuarios (en lugar de vecinos) y mantienen con ellos relaciones frías, monótonas y repetitivas. Ciudades que no invitan a sentarse (salvo en un bar, restaurante, centro comercial o x lugar de pago). Ciudades con muchas luces pero con pocas sombras. Pero cuando los veranos comiencen a alcanzar regularmente los 40 y 50 grados, ¿cuánto creen que valdrán entonces sus ciudades cemento?

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