Degradación institucional
Un Real Decreto-ley dictado por el Gobierno es una norma con fuerza de ley que entra en vigor el mismo día de su publicación, aunque tiene que ser “convalidado” en los treinta días siguientes por el Congreso de los Diputados, bien por el Pleno o bien por la Diputación Permanente no sólo cuando el Congreso está disuelto, sino también en el periodo de vacaciones de la Cámara. La “convalidación” es la forma en la que el Congreso da por buena la apreciación por parte del Gobierno de la “extraordinaria necesidad y urgencia” que motivó que la norma fuera aprobada. El Congreso de los Diputados puede “convalidar o no convalidar”. Lo que no puede es no decir nada.
El control de constitucionalidad del Decreto-ley lo hace, pues, en primer lugar el Congreso de los Diputados. Únicamente él puede decir que el Gobierno ha actuado anticonstitucionalmente. Una vez “convalidado”, la constitucionalidad del Decreto-ley puede ser revisada por el Tribunal Constitucional exclusivamente.
Congreso de los Diputados y Tribunal Constitucional son los dos únicos órganos constitucionales que pueden pronunciarse de manera jurídicamente vinculante sobre el Decreto-ley dictado por el Gobierno. Todos los demás órganos constitucionales así como todos los operadores jurídicos, sean de la naturaleza que sea, tienen que aplicarlo, estén o no de acuerdo con su contenido o tengan la opinión que tengan sobre la existencia del presupuesto de hecho habilitante que está en su origen.
Comprendo que Pablo Casado, como hizo la carrera de Derecho a la velocidad a la que la hizo, a lo mejor no estaba en clase el día que explicaron el Decreto-ley, pero en su partido debería haber alguien que le explicara que hacer el ridículo no es una buena tarjeta de presentación. Ni el Tribunal de Cuentas ni la Mesa del Congreso tienen nada que decir respecto de la “convalidación” del Decreto-ley.
Ahora bien, dicho esto, hay que añadir a continuación que seguimos deslizándonos por una pendiente extraordinariamente peligrosa. El uso que se ha hecho en todas las legislaturas y por todos los gobiernos del Decreto-ley ha sido excesivo, pero lo que está ocurriendo desde 2015 debería haber hecho saltar todas las alarmas.
Se está produciendo una sustitución de la legislación parlamentaria por la legislación gubernamental. Y dicha sustitución no supone una quiebra, pero sí una devaluación del principio de legitimidad democrática. La “creación” del Derecho en sentido propio, es decir, la “innovación” del ordenamiento jurídico tiene que hacerse por los representantes de los ciudadanos democráticamente elegidos y a través de un procedimiento definido en la Constitución y en el Reglamento Parlamentario. Tan importante es el órgano como el procedimiento. Son las garantías del carácter auténticamente democrático de la manifestación de la voluntad general, de la ley.
La desviación que supone el Decreto-ley es enorme. El Parlamento interviene cuando la norma ya ha sido dictada y está en vigor y se pronuncia sin debate parlamentario propiamente dicho, ya que primero tiene que “convalidar” y solo después puede proceder a la tramitación del Decreto-ley como proyecto de ley por el procedimiento de urgencia.
Esto viene ocurriendo desde 2015 con una frecuencia extraordinaria. La mayor parte de la legislación relevante de estos últimos años se ha hecho mediante Decreto-ley. Y así parece que vamos a seguir en las semanas que quedan antes del 28A. Una devaluación, como he dicho antes, no es una quiebra, pero una devaluación continuada puede acabar en una quiebra. Con el uso que se está haciendo del Decreto-ley nos estamos aproximando a la frontera que separa la devaluación de la quiebra del principio de legitimidad democrática.
En una posible reforma de la Constitución habría que pensar si el Decreto-ley debería quedar tal como está regulado en el artículo 86 de la Constitución o si, por el contrario, se deberían introducir cambios que no permitieran sustituir tan fácilmente la legislación parlamentaria por la legislación gubernamental.