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El deseo de ser puente

Imagen: Horia Varlan | Flickr

Sabrina Duque

¿Ya los empujó la ola Hallyu? ¿Ya se quedaron con una canción de K–Pop en la cabeza? ¿Ya llegó la revolución de la cultura pop coreana a sus vidas? 

Había visto esa marejada desde lejos, en algunos artículos de prensa sobre las bandas de chicos coreanos que enloquecen a las chicas occidentales. Como yo fui una niña en los ochenta, me los imaginé como a los New Kids on the Block o como a los Backstreet Boys de los noventa. Chicos cuyas fotografías empapelaban cuartos, sus discos invadían habitaciones y sus canciones eran entonadas por sus fanáticas aun sin saber el significado. Lo que yo no sabía es que ahí se gestaba una revolución cultural: un ejército de estudiantes de coreanos dispuestos a llevar la cultura popular de aquel país a cada rincón posible. 

Lo entendí años después, cuando escuché a una estudiante de traducción explicar que su tesis era acerca del trabajo de los voluntarios que veían dramas coreanos en vivo –por internet–, los grababan y se pasaban las siguientes horas, en grupo, traduciendo los diálogos y subtitulando los vídeos, para luego compartirlos con los fans que no entendían coreano. Estaban por todas partes, de Brasil a Arabia Saudita, de Estados Unidos a Polonia. Era un trabajo pirata, contó la estudiante. Era un trabajo no remunerado, siguió. Y era un trabajo que recibía mejores críticas que los subtítulos profesionales que aparecían meses después, cuando esos mismos programas habían sido vendidos al mercado internacional.

Había algo de clandestino y emocionante en esa investigación. La estudiante contaba que los traductores sólo se comunicaban con ella por servicios de mensajería en internet y no revelaban sus nombres. Que los subtítulos no se limitaban a poner las frases del diálogo: había contexto, explicaciones sobre la historia y las costumbres de Corea. También contaba que todo eso era piratería. Ella no sólo quería saber cuántas horas acumulaban subtitulando, cuántos años habían pasado estudiando coreano, ni hasta cuándo se dedicarían a ese trabajo voluntario. Quería entender la razón de robarle tantas horas de sueño a su noche, de lanzar una inversión de conocimiento y tiempo al viento. Quería entender –y explicar– la pasión. 

La recordé hace poco, cuando leí sobre una plataforma que lucra del trabajo de esos voluntarios: ellos forman grupos, traducen y subtitulan las series y quienes quieran mirarlas, deben pagar una suscripción. Viki, una suma de video y wiki, comenzó hace más de una década como una iniciativa para ayudar a aprender coreano –viendo telenovelas de 16 capítulos y sin segundas temporadas. Creció, mutó y fue comprada por una empresa japonesa de comercio electrónico llamada Rakuten. Viki ya no es una plataforma para aprender coreano mientras se llora por amores castos y contrariados. Ahora es un emporio con más de 40 millones de usuarios y oficinas en Seúl, Singapur, Tokio y San Francisco. Y es un servicio que cobra a los usuarios para ver en buena calidad sus dramas asiáticos favoritos. Cobran. Pero los traductores siguen siendo voluntarios. 

Ahora estoy igual que aquella estudiante de traducción, intentando entender las razones que llevan a los fanáticos a trabajar sin recibir compensación. Pero aún no encuentro razones para justificar esa pasión. Y la noticia de que Viki ha empezado a usar traducción automática en algunos dramas, ha empezado a colocar en los canales de discusión de la comunidad de traductores voluntarios la duda de haber alimentado a un sistema automático que pronto prescindirá de ellos. (Y, sin duda, de los profesionales remunerados que traducen y ponen subtítulos en otras plataformas).

Hoy, 30 de septiembre, es el Día Internacional de la Traducción. Lo es porque hoy se recuerda en el santoral católico a San Jerónimo, patrono de los traductores por haberse dedicado entre los años 382 y 405 a traducir la Biblia al latín. La Vulgata –edición para el pueblo– de Jerónimo, santo de las iglesias católica, luterana, anglicana y ortodoxa, fue declarada la versión única, auténtica y oficial de la Biblia en 1546, en el Concilio de Trento. Y sólo dejó de serlo hace cuarenta años, cuando en 1979 se promulgó la Nova Vulgata.  

Celebremos hoy a San Jerónimo y encomendémosle a aquellos fanáticos apasionados que trabajan durante tantas madrugadas sin ganar nada a cambio. Al final, todas esas personas que hoy se amanecerán traduciendo los diálogos de una novelita romántica coreana, sienten más o menos lo que Antoine Berman definió en L'Épreuve de l'étranger: un impulso, un deseo de traducir, motivado por la obra que pide la traducción como destino. ¿Quién explica la pasión?

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