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La dignidad de las ciudades

Protestas de los trabajadores del sector del metal de Cádiz.

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“Hace unos meses la serie con el título más endeble de la televisión ('How to With John Wilson') dedicó un capítulo al tema más aburrido imaginable (andamios) y produjo la comedia más fascinante que he visto en años” decía Jason Zineman en su crónica en The New York Times (Wilson explicaba en ese capítulo cómo la muerte de un neoyorquino en 1979 generó una industria de ocho mil millones de dólares anuales que ha construido cientos de miles de andamios por la ciudad). Se acaba de estrenar la segunda temporada de esta maravillosa serie documental que se emite en HBO. En ella John Wilson, guionista, director y narrador, habla de temas aparentemente banales (los susodichos andamios, cubrir muebles con plásticos, mantener conversaciones triviales, cocinar el risotto perfecto) combinando una narración hilarante con imágenes de sus paseos por Nueva York. A veces vemos los pies de Wilson, su sombra en el suelo o su reflejo en un espejo, pero básicamente vemos lo que ve su cámara, momentos singulares e inadvertidos de la vida cotidiana de la ciudad: un trabajador de la construcción rascándose los testículos, dos personas abrazándose en la calle, un hombre haciendo flexiones en un andamio u otro vecino paseando con su perro en la cabeza. 

Tras ver la serie te pones a andar por tu ciudad y no puedes dejar de imaginártela como una extensión del espectáculo. Normalmente caminamos tan rápido, de aquí para allá, que apenas nos fijamos en los detalles (ni en los andamios). Así que el otro día paseé por mi barrio madrileño con los ojos de John Wilson. Esto es lo que vi. Las hojas ocres del otoño se esparcían por las aceras. Dos palomas habían anidado sobre el letrero de un supermercado. El encargado del supermercado había colocado un trozo de cartón en el lugar en el que las deposiciones tocaban suelo. El cartón tenía una montaña de mierda que ni el abogado de Francisco Correa. Un poco más arriba, un chico y una chica discutían acaloradamente. Ex no podían ser, porque en Madrid no te cruzas con ninguno, así que debían de ser pareja. Discutían delante de una sucursal del Banco Santander que tenía desplegado un cartel en el escaparate con el lema 'Porque tú'. Por momentos parecía que la pareja se estuviese preguntando eso: por qué tú. Atravesando la discusión se cruzó otra metáfora visual: una chica con un ramo de rosas en la mano. En el banco de enfrente, un señor leía el periódico y profería cosas ininteligibles en voz alta, reacción lógica al abrir un periódico y ponerse a leer. En la misma acera, un operario movía cajas mientras el empleado de la tienda receptora, visiblemente desinteresado en las cajas y en la vida en general, se acodaba en el margen de la puerta y se echaba las manos a la espalda. Todo mi barrio, Arganzuela, vibraba como el escenario de un documental: ocupado, ruidoso, descuidado, caótico. 

Estos días me fijaba también en Cádiz. Acostumbrados el resto de españoles a llegar, invadir sus playas e irnos como una Cenicienta a medianoche, el Cádiz real es otro si te quitas las gafas de sol de turista de booking.com y los filtros de Instagram. Es el Cádiz del día a día, con una narrativa propia, el de los vecinos que han sacado las cacerolas a los balcones y la memoria a las calles para reivindicar lo que consideran suyo: un sector industrial que se encamina al desguace. Todo en un momento en el que la clase obrera de las ciudades parece haberse convertido casi una cosa líquida, como los empleadores parecen haberse convertido en algo casi inmaterial -¿Sabes quién es el CEO de tu empresa? ¿Conoces su nombre? ¿Sabes siquiera si tiene un despacho en el edificio de oficinas?-. Así que por un lado está el Cádiz de los baños espléndidos, y por otro el Cádiz que da brazadas en una piscina casi sin agua.

Cádiz, como antes otras ciudades, ha luchado estos días por conservar su dignidad, algo que solo es posible si consigue conservar su dignidad laboral. A fin de cuentas, tal y como ha documentado John Wilson a través de su cámara, las ciudades son esencialmente de quienes las viven y de quienes las trabajan.

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