La trampa de la lista más votada
Prácticamente ningún sistema electoral garantiza la exacta medida representativa de los gobiernos ni, por supuesto, la calidad de las leyes que nacen del funcionamiento de las instituciones elegidas por la voluntad popular. En todo caso, sólo nos queda la certeza de que las matemáticas son una ciencia exacta que permite determinar, mediante el escrutinio de los votos, el número de sufragios obtenidos por cada uno de los partidos que concurren a los comicios.
Solo una mayoría absoluta permite un Gobierno estable, con el riesgo añadido de caer en una deriva autoritaria, que, en los casos de actividad legislativa, sólo podría ser corregida por el Tribunal Constitucional. En materia de elecciones generales, el Gobierno debe gozar del respaldo de la mayoría absoluta en primera votación y de la mayoría simple en segunda. Para el resto de la organización territorial del Estado (Comunidades y Municipios) no existe previsión constitucional rigiendo la ley electoral, los Estatutos de Autonomía y la Ley de Régimen Local.
El partido político gobernante ha lanzado una campaña, para convencer a los ciudadanos de las bondades del gobierno de la lista más votada, descartando las alianzas de otras opciones políticas que puedan alcanzar la mayoría absoluta o superar en número de votos a la mayoritariamente refrendada.
Esta pretensión, con la actual regulación electoral, resulta contraria a la normativa establecida y a los valores superiores del ordenamiento jurídico, como el pluralismo político, que consagra la Constitución. Si la lista más votada no alcanzó esta mayoría, tendrá que buscar necesariamente apoyos directos o indirectos que le permitan pasar el trámite de la investidura. Cualquier otra opción es una pura mistificación los principios de la democracia.
En estos momentos en nuestro país aparecen claramente delimitadas cuatro opciones políticas con cierto refrendo de los votantes, como se acaba de mostrar en las recientes elecciones municipales y autonómicas. Teóricamente y así lo han detectado algunas encuestas, podría producirse un empate matemático en el que cada una de ellas tuviese un 25% de los sufragios y un número muy semejante de parlamentarios teniendo en cuenta las deficiencias de nuestro sistema electoral. ¿Podría legítimamente reclamar el poder aquel que por las reglas del sistema D!Hont hubiera obtenido tres o cuatro parlamentarios más? La Ley electoral lo descarta expresamente al considerar, como lista más votada, la que haya obtenido el mayor número de votos populares.
Entregar el Gobierno a la lista cuantitativamente más votada, rompe, en mi opinión, con dos principios elementales y sustanciales del sistema democrático. El pluralismo político y el valor del consenso.
El pluralismo político no solo consiste en la existencia de diversos partidos políticos con opciones diversas sino en su plasmación en la toma de decisiones, cuando no se dispone de la mayoría absoluta. El artículo 6 de la Constitución me parece esclarecedor cuando establece que los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política.
Por otro lado la búsqueda del consenso refuerza la legitimidad del ejercicio del poder. Nada más estimulante y legitimador que una política de gobierno nacida de la suma de aportaciones y de la cantidad y calidad de cesiones, en la búsqueda del interés general.
La Ley Electoral proclama que la Constitución española establece las bases de un mecanismo que hace posible, dentro de la plena garantía del resto de las libertades políticas, la alternancia en el poder de las distintas opciones derivadas del pluralismo político de nuestra sociedad. Ninguna referencia al bipartidismo o a la lista más votada.
No encajan en una sociedad democrática avanzada las teorías de los que sostienen, casi como un dogma la prevalencia de la lista más votada, concibiendo las elecciones como una carrera de caballos en la que el vencedor solo saca una cabeza al siguiente y sin reflexionar sobre su apretada victoria, pretende reducir los competidores a una manada de perdedores, sin ningún derecho a buscar el consenso por separado.
Sus efectos pueden ser demoledores. Un ejemplo: el Partido Popular llevaba como oferta electoral la privatización parcial del Canal de Isabel II. ¿Tiene legitimad para acordarlo con un 30% de los votos frente a un 70% que se oponga?
Un poco más de respeto a los valores constitucionales y una dosis mayor de cultura democrática evitarían excesos dialécticos, con resabios autoritarios y nostalgias del partido único.
El consenso es un sano ejercicio de tolerancia y flexibilidad democrática que trata de evitar las llamadas líneas rojas, cargadas, la mayor parte de las veces, de un incomprensible y hermético dogmatismo, que desvirtúa la calidad y la estabilidad de la vida democrática.
Creo que existe un acuerdo mayoritario sobre la necesidad de modificar la ley electoral y el funcionamiento de los partidos políticos. Trabajemos en esa inaplazable tarea y olvidémonos de artificios contables, que pugnan con la lógica política constitucional y, lo que es peor, con las matemáticas.