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Una Fiscalía a la carta

Torra, en su reunión con Sánchez

Alfonso Pérez Medina

En la mañana del 30 de octubre de 2017, 48 horas después de la Declaración Unilateral de Independencia (DUI) que el Parlament de Catalunya proclamó camuflada en la exposición de motivos de una resolución promovida por los grupos independentistas, el entonces fiscal general del Estado, José Manuel Maza, puso en marcha una maquinaria -la judicial- que es imposible de parar.

Fracasada la vía política, se emprendió la de los tribunales y esa maniobra no tiene marcha atrás. Por mucho que ahora se empeñen los líderes de los partidos soberanistas, que ven en la debilidad numérica en el Congreso del Gobierno de Pedro Sánchez una oportunidad, no solo para reclamar sus legítimas aspiraciones políticas -con el referéndum de autodeterminación pactado en la cabecera de su lista de peticiones-, sino también para intentar condicionar el juicio que a la vuelta del verano se celebrará en el Tribunal Supremo.

De las declaraciones públicas que han realizado en los últimos días los responsables soberanistas, sorprende la opinión que tienen de la Fiscalía como un actor político más, al que reclaman una interlocución para la resolución de la situación catalana, o incluso como un ente completamente subordinado al Gobierno, sin el criterio propio ni la suficiencia en su actuación que le atribuyen su posición como garante de la legalidad y su teórica independencia de otros poderes.

En una entrevista concedida esta semana a la ACN, el presidente del Parlament, Roger Torrent, invitó a la nueva fiscala general del Estado, María José Segarra, a “retirar las acusaciones de rebelión” contra los procesados en el Tribunal Supremo, pero añadió que “ahora tiene una oportunidad para demostrar que quiere un diálogo franco, sincero y en términos democráticos”. “Tiene la oportunidad de demostrarlo retirando las acusaciones por rebelión”, apuntó.

En esa línea de presión a la Fiscalía también se ha manifestado el portavoz de ERC en el Congreso, Joan Tardà, quien reclamó directamente al Ejecutivo que inste a Segarra a retirar la acusación que tendrá que presentar en los próximos meses contra los políticos procesados porque lo contrario, en su opinión, sería participar en el “a por ellos judicial liderado por el juez Pablo Llarena”.

Más explícito, si cabe, fue el president de la Generalitat, Quim Torra, tras su primera vez en la Moncloa con Pedro Sánchez. Con su lazo amarillo en la solapa, el jefe del Ejecutivo catalán pidió a su interlocutor que ponga fin a “la ofensiva judicial y política contra el independentismo” y a lo que definió como “una persecución de las ideas”. Pero ya es tarde para todo eso y debería saberlo también Carles Puigdemont, que aprovechó la rueda de prensa con la que dio por terminado su cuatrimestre en Berlín para mandar el recado de que su grupo parlamentario, que ahora controla tras la defenestración de Marta Pascal, solo dará su apoyo “si el Gobierno corresponde”.

El futuro de los dirigentes independentistas no depende ya de Sánchez sino de los cinco magistrados de la Sala Segunda del Supremo, que se han estrenado este viernes en el procedimiento rechazando las peticiones de libertad presentadas por los procesados tras la bofetada de la Justicia alemana al juez Llarena, que celebrarán el juicio y que acabarán dictando la sentencia.

Y también, en buena medida, de los cuatro fiscales del caso en el Tribunal Supremo, cuatro pesos pesados de la carrera que, además, crecieron profesionalmente con los Gobiernos del PP. Consuelo Madrigal fue fiscala general del Estado en la segunda mitad de la primera legislatura de Mariano Rajoy; Javier Zaragoza dirigió el Ministerio Público en la Audiencia Nacional y en Antidroga; Jaime Moreno se encargó de casaciones como el 11-M o el caso Faisán y consiguió la condena de Francesc Homs por la consulta del 9N de 2014; y Fidel Cadena, destacado representante de la conservadora Asociación de Fiscales, es el hombre que en marzo pasado ya invocó el artículo 25 del Estatuto Orgánico del Ministerio Público para dejar constancia por escrito de su oposición a la orden que le dio su jefe, Julián Sánchez Melgar, para pedir la excarcelación del exconseller de Interior Joaquim Forn.

Si Segarra llega a la conclusión de que los hechos que se analizan en la causa contra los independentistas no constituyen un delito de rebelión porque no hubo violencia -y pueden ser tipificados subsidiariamente como una conspiración para la rebelión, una sedición o una simple desobediencia, como le reclaman sin disimulo los socios del Gobierno de Sánchez-, debería ser como resultado de un análisis jurídico riguroso de la cuestión y no como fruto de la oportunidad política.

Lo resumía muy claramente el presidente de la Sala Segunda del Supremo, Manuel Marchena, en el auto dictado este viernes en el que el tribunal que juzgará los hechos mantenía en prisión a los procesados: “Explicar la privación de libertad de un procesado como una baza más en un proceso de normalización política encierra una gravísima deformación del significado mismo del proceso penal en una sociedad democrática”.

Además, en el caso de que Segarra imponga un criterio alternativo al que, a día de hoy, sigue vigente: tendrá que hacerlo arriesgándose a que su decisión se examine en una Junta de Fiscales y a que se airee públicamente, con la expresa mención del artículo del Estatuto Fiscal que obliga a los acusadores públicos a la obediencia jerárquica en sus dictámenes pero no así en las intervenciones orales que realicen para defenderlas. Pase lo que pase, y pese a los deseos de los independentistas, en el juicio no comparecerá una Fiscalía a la carta.

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