Golpe de Estado encubierto en Argelia
Como nos enseñan casos tan distintos como el procés o el Brexit, la batalla de las palabras es cada vez más importante en la sociedad de la imagen; de tal modo que quien consigue imponer una narrativa determinada adquiere una ventaja sustancial para lograr el objetivo perseguido. Por eso, aplicado a Argelia, en el momento en el que ya se han roto las aguas de un sistema que no tiene futuro interesa aclarar varias cosas:
Ahmed Gaid Salah, que hasta el pasado día 26 fue uno de los más acérrimos defensores del presidente Buteflika, ha decidido soltar lastre. Al igual que ocurre con las ratas que tratan de abandonar el barco que les ha servido de casa cuando constatan que está a punto de hundirse, Salah y el resto de los mismos que hasta ayer apoyaban aparentemente sin fisuras a un presidente fantasma son los que ahora se apresuran a desmarcarse de él. Y así, desde el jefe de la patronal, Ali Hadad, hasta el líder del principal sindicato argelino, Abdelmadjid Sidi Said, pasando por el ex primer ministro y líder del partido gubernamental Reagrupación Nacional para la Democracia, Ahmed Uyahia, y hasta el sector crítico del omnipresente Frente de Liberación Nacional (FLN), todos dan ahora la bienvenida a lo que el periódico del propio FLN califica como “bella perspectiva”, presurosos en desembarazarse de un cadáver político y acomodarse al rumbo establecido por el jefe de las fuerzas armadas.
Estamos ante un intento de golpe de Estado disfrazado de formalidad constitucional. Efectivamente, el artículo 102 de la Constitución contempla la inhabilitación del presidente por iniciativa del Consejo Constitucional y con el voto favorable de los dos tercios de las dos cámaras legislativas, todo ello antes de que finalice su cuarto mandato el 28 de abril. Pero lo que Salah está haciendo, con la inteligencia suficiente para dar un barniz legalista a su gesto y no autoproponerse como el sustituto, es, sobre todo, defender los intereses de la casta militar, procurando preservar los privilegios de quienes controlan el país desde su independencia en 1962.
Para entenderlo mejor basta con recordar que ese mismo artículo podía haber sido activado ya desde el momento en que el grave problema de salud de Buteflika, en 2013, lo convirtió en un pelele que otros, con su hermanísimo Said al frente, han manejado a su antojo. Pero más claro aún es el hecho de que el mensaje a la nación no ha sido pronunciado por el primer ministro- un Nuredin Bedui incapaz de conformar un gabinete ministerial veinte días después de haber sido nombrado- ni tampoco el presidente del Senado- un Abdelkader Bensalah que debería hacerse cargo transitoriamente de la presidencia si finalmente se depone a Buteflika- sino por el máximo representante de las fuerzas armadas, verdadera columna vertebral del poder. Un poder que igual que les permitió en 1999 elegir a Buteflika como solución casera para salir del marasmo violento que había arrancado en 1992, les permite ahora tirarlo a la papelera sin remordimiento alguno, cuando se ha convertido en un estorbo que puede llegar a comprometer su control del sistema y que ya no sirve de fachada para tapar las vergüenzas de unas facciones defensoras a ultranza de un statu quo tan pervertido.
Como llevamos viendo desde su arranque el pasado 22 de febrero, las movilizaciones ciudadanas siguen creciendo y nada apunta a que ninguno de los tejemanejes ideados sobre la marcha por le pouvoir – sea el retraso sine die de las elecciones, la promesa de Buteflika de no volver a presentarse, la formación de un nuevo gobierno con figurantes igualmente desgastados, encargado de organizar una inconcreta Conferencia Nacional, o propia la inhabilitación del presidente- vaya a satisfacer sus ansias de cambio. Su gran fortaleza hoy deriva del compartido hartazgo, visibilizado de forma ejemplarmente pacífica, de buena parte de los 41 millones de argelinos con décadas de corrupción, ineficiencia y negación de un futuro digno. Saben que viven en un país empobrecido (pero no pobre) en el que las reservas de divisas han caído desde los 179.000 millones de dólares, en diciembre de 2014, a 79.800 cuatro años más tarde y en el que el 20% del presupuesto se dedica a una multiplicidad de subsidios que ya no pueden “comprar” la paz social.
Dicho eso, y recordando lo que sufrieron en sus carnes los jóvenes revolucionarios egipcios que se levantaron contra Hosni Mubarak, hay que volver a insistir en que no es lo mismo movilizarse contra un gobernante y su camarilla que lograr el apoyo político de la población para liderar una reforma profunda de un sistema tan podrido. Y ante esa ingente tarea solo cabe reconocer que la alternativa a le pouvoir no tiene todavía rostro, programa ni estructura para traducir el descontento actual en poder real para el cambio. Y, por el contrario, los poderosos sí saben cómo manejar estas situaciones. Veremos.