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El guión

Miguel Roig

Esta semana se ha fallado el premio Alfaguara y en esta ocasión ha sido para Jorge Volpi. El escritor mexicano ha escrito un texto alrededor de un suceso que ocurrió en su país en 2005 en el que una pareja fue acusada de cometer un secuestro ante el cual las autoridades, para resolver el caso, urdieron un montaje que incluyó una puesta en escena televisiva de la captura de la pareja. Volpi no inscribe su obra dentro del género de no ficción, sino que la define como una novela sin ficción. De algún modo, el propósito de Volpi es ordenar un Estado de ficción para presentarlo en una novela, un artefacto de la imaginación, y cumplir por otra vía con la definición de Vargas Llosa: la verdad de las mentiras.

La emisión mediática de aquel suceso daba validez al montaje; el eslogan de la CNN «lo estás viendo, está pasando» es una definición que carga de garantías el guion de la telerrealidad.

Cuando hace años Belén Esteban ocupaba el horario central de la programación televisiva con picos de máxima audiencia todos los días, incluidos el fin de semana, no se ponían en duda sus lágrimas pero en aquel albor del reality show se asistía a las primeras ficciones sin guion; más que telerrealidad era una nueva manifestación de hiperrealidad en el intento subvertir el campo de lo verosímil.

Después, el share, siempre al alza, sedujo a los políticos que decidieron suspender la incredulidad junto con la audiencia y se sumaron al género convirtiendo en puro entretenimiento aquello que originalmente era debate o un contrapunto de posiciones ideológicas frente a una situación determinada.

Poco a poco, la telerrealidad fue ganando la calle y desde allí se transmite aquella loca huida de Iñaki Urdangarin delante de las cámaras que le persiguen o la larga espera de la visita de la reina Sofía a su marido, ingresado después del accidente en Botsuana. En el plató o en la vía pública el gran ausente es el guion ya que el atractivo sigue siendo el suspense que genera esa construcción de lo real creando expectativa mientras mascamos el chicle visual, tal como llamaba Joan Brossa a la televisión.

El procés catalán es quizás la más ambiciosa cobertura de la telerrealidad. Del referéndum a la casa de Waterloo; del cambio de coche de Carles Puigdemont en un túnel a las diez mil urnas que aparecieron ante los ojos incrédulos de los servicios de inteligencia españoles. Todos definen la secuencia desde su comienzo hasta hoy como un buen guion de Netflix o HBO, pero no lo hay. Incluso ante uno de los posibles desenlaces como podría ser el móvil de Antoni Comín en cuya pantalla se leyó el último comunicado de Puigdemont. De manera voluntaria o no, Comín dio un paso más sin salir de los límites de la hiperrealidad al exhibir la pantalla de su móvil y no es menor el detalle de que su contenido se ofreció en exclusiva en un reality show de máxima audiencia, el cual, suspensión de la incredulidad mediante una vez más, se acepta como un programa de rigurosa información y opinión.

A estas alturas del género, se puede inferir que después de colonizar los platós, ganar la calle, ha llegado al mismo Estado al que no titubea en arrebatarle el guion para estar en igualdad de condiciones.

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