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Tenemos que hablar de impuestos

Foto de familia de los ministros de Exteriores y de Desarrollo del G7.

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En un acto de radicalidad antisistema sin precedentes, los ministros de finanzas del G7 han decidido tratar de dejar atrás la competencia fiscal entre Estados, que únicamente beneficia a un capital que ya no soporta restricciones a la movilidad, fijar un impuesto mínimo del 15% para las grandes empresas y que, al menos, un 20% de su tributación se quede en los países donde generen un beneficio superior al 10%. Días antes, en otro acto revolucionario sin precedentes, la OCDE proclamaba la necesidad de recuperar los impuestos que gravan la riqueza, como herencia y donaciones, y exponía los efectos perversos de la competencia fiscal entre regiones por atraer a las grandes fortunas convirtiendo su hacienda en un paraíso fiscal. 

Igual que ahora se abrazan el gasto y las políticas expansivas, abandonado el dogma irracional en la austerocracia, que tanto daño y dolor inútiles y perfectamente evitables han causado durante la ultima década, se vuelve a respaldar la idea de que, sin una política redistributiva mínimamente justa y eficiente, el capitalismo no resulta sostenible; aunque solo sea por la sencilla razón de que da igual lo barato que produzcas si la gran mayoría no dispone de renta para comprar. 

Nada nuevo bajo el sol. Como ya explicó James O'Connor (The Fiscal Crisis of the State, St James, 1973), solo con políticas para facilitar la acumulación de capital, la eficiencia y la legitimidad del sistema acaban fallando. Se necesita equilibrar las políticas de producción que aseguren la demanda y el beneficio, con políticas de redistribución de gasto social que garanticen el orden. Sin impuestos, el capitalismo funciona mal. La función de apropiación no puede llevarse por delante la función de legitimación porque si así sucede, el sistema colapsa. 

Si no les gusta esta formulación neomarxista, disponemos de otras más liberales: Ronald H. Coase y su 'Teoría de coste social' (The problem of social cost, JLE, 1960) también explican con claridad por qué los gobiernos, la regulación y los impuestos operan como piezas necesarias en una economía capitalista en el mundo real precisamente para gestionar los costes de transacción de los mercados. Puede que algún día vivamos en un mundo ideal donde no resulten necesarios, pero no será mañana, tampoco pasado mañana.

Por fortuna, mientras la demagogia y el populismo colonizan las grandes instituciones mundiales, convertidas al gasto público, la fiscalidad a los grandes capitales y corporaciones y la conveniencia de tasar la adquisición y la posesión de la riqueza, existe un país que aún resiste heroicamente fortificado en la vieja fe de la teoría del goteo: cuanto más ricos sean los que más tienen, más “goteará” la riqueza hacia abajo; ese país se llama España. 

Dumping y competencia fiscal entre autonomías, gravar la posesión de la riqueza es confiscarla, recortar bienes y servicios públicos tan pronto lo permita la pandemia y cualquier reforma fiscal que no añada más rebajas fiscales a las rentas más altas es pecado; sobre tales parámetros se sigue articulando nuestro debate fiscal del siglo pasado mientras el mundo se encamina lentamente hacia una nueva era de fiscalidad y progreso. No por casualidad España fue la única gran economía de occidente donde sus ricos, durante la Gran Recesión, no firmaron documento público alguno para reclamar a sus gobiernos que les suban los impuestos. Nuestros ricos sí que saben practicar el verdadero patriotismo, que no consiste en dar paguitas a vagos y maleantes.

El enorme despliegue de gasto, deuda y déficit que asumimos para salir de la pandemia tendrá que pagarse algún día. En nuestro actual sistema fiscal, las comunidades menos ricas y las rentas medias y bajas asumen mayor esfuerzo fiscal, los más de 45.000 millones de recaudación que se descuentan en rebajas y exenciones benefician, sobre todo, a las rentas más altas, se ha renunciado a gravar la riqueza y las grandes corporaciones y capitales funcionan en un régimen de cuasiparaíso fiscal. Si no lo hablamos ahora que podemos, el esfuerzo lo acabarán pagando los de siempre.

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