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Hacernos idiotas

Punto para retirar la alarma y pagar en la tienda de ropa.

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Hace poco, recordando los primeros años de la Semana Negra de Gijón –aún en el siglo XX–, se me ocurrió pensar en cómo era levantarse por las mañanas y comprar el periódico A quemarropa, que se publicaba todos los días del festival, con el programa, artículos, noticias y fotos de lo sucedido el día anterior. La ciudad se llenaba de chicos y chicas que iban por todos los cafés y los hoteles vendiendo el diario. Todos redondeábamos el precio y eso era lo que los jóvenes ganaban, además de sentir que estaban participando en algo importante y tener la ocasión de conocer a gente interesante, a autores que admiraban, o acercarse a personas que, por lo que fuera, les caían bien. Ganaban ellos, ganaba la imprenta, ganábamos todos: unos en dinero, otros en unión y buen ambiente.

Con los diarios regionales o nacionales pasaba casi lo mismo: una se levantaba, se acercaba al quiosco, compraba la prensa, volvía al hotel y, si de momento no había nadie con quien charlar desayunando, el periódico le hacía compañía al café y la tostada. Ganaban los periodistas, los tipógrafos, los distribuidores, los quiosqueros… y luego el papel, al final del día, servía para embalar cosas. 

Ahora todo es digital. Cada uno, por medio de su móvil, encuentra la información que quiere a través de internet y los únicos que ganan son los dueños de las grandes compañías de telefonía móvil, de servicios online… de cosas que ni siquiera nos damos cuenta de que existen.

En otros tiempos, el desayuno en los hoteles –y no hablo de establecimientos de lujo– era servido por camareros con los que cruzar unas palabras amables y a quienes pedirles el café como a uno le gustaba, con más o menos leche, con azúcar moreno o con sacarina. También se les podía preguntar sobre la ciudad o pedir consejo sobre dónde comer o dónde ir a la peluquería. Ahora todo el mundo tiene que levantarse de su mesa (incluidas las personas ancianas o las que van con muletas) y hacer varios viajes para traerse todo lo que piensa comer, tantas veces como haga falta. Nos lo venden como que nuestra libertad e independencia son ahora mayores, y a nadie le extraña ya tener que hacerlo, mientras que hay muchos profesionales que no tienen trabajo porque somos los clientes quienes les estamos quitando el puesto.

Hay cadenas de hoteles donde te preguntan si quieres que te arreglen la habitación a diario y te explican que, si te conformas con uno de cada dos días, eso contribuye a salvar el planeta por lo que se ahorra en agua y productos de limpieza. Naturalmente el precio de la habitación sigue siendo el mismo y son los propietarios quienes ahorran en personal, contratando a menos limpiadoras. Pero eso no te lo dicen, claro. Muchos clientes se sienten orgullosos de contribuir a salvar el planeta haciéndose la cama ellos mismos y dejando la ducha sin limpiar hasta el día siguiente. Y pagando el precio íntegro, por descontado.

Hace años, cuando uno quería irse de viaje o necesitaba un billete de avión o de cualquier medio de transporte, iba a una agencia de viajes, explicaba lo que necesitaba y los profesionales de la agencia te asesoraban, te ofrecían posibilidades y luego, cuando ya estaba todo claro, se ponían a ello mientras tú podías dedicarte a tus cosas hasta que te avisaban de que ya estaba todo arreglado. Ahora vuelves del trabajo y te sientas al ordenador a buscar durante horas y horas el precio o los horarios que más te convienen. Las agencias de viajes han ido cerrando mientras que los clientes estamos cada vez más hartos y agotados de tratar de entender las malditas páginas donde tratan de sacarte la mayor cantidad de dinero posible. Te ofrecen un billete por un precio que te parece bien; decides comprarlo y empiezan a preguntarte si también quieres llevar una maleta –“¡claro que quiero una maleta!”, pues XXX euros más–, y luego te preguntan si quieres elegir asiento –“¿no pensarán que voy a ir de pie?”, XXX euros más– y así sucesivamente. Cuando acabas la compra estás agotada, no sabes seguro si has elegido las opciones que de verdad te convienen y, si al final pasa algo raro, no tienes a quién preguntarle porque, cuando llamas por teléfono y después de un buen rato alguien contesta (o no), resulta que es alguien que está a miles de kilómetros de donde estás tú y a veces ni siquiera entiendes bien la lengua que habla. ¿Quién gana? Tú no, y el pobre que contesta al teléfono tampoco.

Los que pasan por las cajas automáticas nos miran con displicencia a los que hacemos cola en los cajeros manuales, sin darse cuenta de que ellos están no solo trabajando gratis, sino que, además, le están quitando el trabajo a personas que lo necesitarían

Vas a un supermercado y, para pagar, hay varias colas, unas manuales, donde hay personas en la caja, y otras automáticas, donde el cliente hace por sí mismo el trabajo que normalmente haría una cajera, que se gana la vida con su trabajo honrado, y ahora está empezando a ser sustituida no solo por una máquina, sino también por ti, que trabajas gratis.

Lo gracioso es que, a menudo –lo he visto en supermercados en la zona de la universidad, y con mucha frecuencia en Ikea–, los que pasan por las cajas automáticas, jóvenes en su mayoría, nos miran con displicencia y superioridad a los que hacemos cola en los cajeros manuales. Sus ojos nos dicen “viejos”, “inútiles”, sin darse cuenta de que ellos están no solo trabajando gratis –porque los productos cuestan exactamente lo mismo aunque seas tú quien los pases por caja–, sino que, además, le están quitando el trabajo a personas que lo necesitarían. ¿Quién gana? Las grandes empresas, evidentemente.

En los bancos, cada vez hay menos servicio personal y personalizado. Recuerdo que, hace ya unos años, hablando con un empleado de banca que me miraba con condescendencia por no haber hecho un trámite online, me preguntó con evidente desprecio: “¿Qué pasa? ¿Que no sabes manejar un ordenador? Pues no te va quedar otra que aprender”. Le contesté: “¿Qué pasa? ¿Que no te das cuenta de que dentro de un par de años te habrás quedado sin trabajo?”. Lo prejubilaron muy poco después y parece que se acuerda de mí, porque no me ha vuelto a saludar por la calle.

Ya no hay nadie en las estaciones ferroviarias y en los aeropuertos que te pueda ayudar a llevar una maleta pesada. Si eres muy anciano o una persona con discapacidad puedes pedir ayuda (por internet, claro), pero si eres aún oficialmente joven y resulta que no te encuentras bien el día en que tienes que viajar, o estás embarazada o tienes vértigos o no te ves con fuerzas de arrastrar el equipaje, no hay nadie a quien pagarle para que lo haga por ti.

Esto no es una oda a los tiempos pasados. Sé perfectamente que las cosas cambian y que hay profesiones que se perdieron en su día y ahora toca que otras se pierdan. Lo que pretendo con estas líneas es que reflexionemos un poco sobre qué estamos haciendo, por qué nos parece deseable llenarles los bolsillos a las grandes empresas a costa de quitarle el trabajo a personas normales como nosotros; por qué nos dejamos engañar por quienes nos dicen que así somos más libres, por qué elegimos invertir nuestro tiempo y nuestro esfuerzo en cosas que pueden hacer otras personas y sacarse un sueldo con ello.

Vivimos –nos dicen– en una sociedad abiertamente capitalista, pero solo es cierto para las grandes compañías, empresas, consorcios… a los que pagamos alegremente para que cada vez sean más grandes, más fuertes, menos evitables. Los monopolios van en aumento. Cada vez hay más en menos manos. Los ricos son cada vez más ricos y poderosos; los pobres cada vez más pobres, pero siguen considerándose clase media y, con su móvil en la mano, se creen libres, para elegir y comprar cosas que no necesitan, para trabajar más y en cosas distintas a su formación, cosas que tienen que aprender a hacer para pagar el mismo precio y dar más a ganar a los grandes.

A veces me deja perpleja lo bien y lo rápido que han conseguido la casi total estultificación de la sociedad; porque, no nos engañemos, nos estamos (o nos están) volviendo idiotas, usando la palabra no solo como sinónimo de “tonto” o “necio”, sino como se usaba en Grecia, en su origen–ιδιωτης (idiotes)–, como una persona que no tiene interés en los asuntos públicos, los que nos conciernen a todos, ni se ocupa de ellos, sino solo de su propio provecho. Lo estúpido es que ese “provecho” es también un espejismo. O más bien un engaño deliberado.

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