No hagáis llorar al Impuesto de Sucesiones
El impuesto de Sucesiones y Donaciones (ISD) no sólo parece no gustarle a nadie, sino que además su impopularidad ha crecido últimamente de forma notable. El debate sobre cuánto pagamos, qué pasa con los bienes inmuebles o a partir de qué cifra tenemos que pagar es prolongado, pero lo que sí está claro es que a día de hoy el impuesto tiene tan mala fama que podemos asegurar que lo odia más gente de la que lo paga. Los argumentos en su contra son múltiples, sobre todo si fijamos la vista en la población andaluza, donde las cantidades a pagar son mayores que en el resto de España y donde surge con unanimidad un gran lamento: es injusto.
Una de las quejas más importantes contra el impuesto es que aun siendo de competencia estatal son las CCAA las que determinan su uso, creando así disparidades entre ellas mismas y sobre el total a pagar. Como consecuencia, es notablemente más alto en Andalucía y Asturias que en Madrid o La Rioja. Pero, ¿supone este desequilibrio el motivo definitivo para abogar por su cancelación total? ¿Existe realmente una razón de ser para el Impuesto de Sucesiones y Donaciones?
Para que nos familiaricemos con su naturaleza y decidamos sobre su justicia, investiguemos: ¿cómo de malo es, dónde es más malo?
El Impuesto de Sucesiones en Andalucía
El ISD pretende gravar el valor neto de las adquisiciones de bienes y derechos que se transmitan entre personas, ya sean mortis causa o inter vivos, así como las provenientes de seguros sobre la vida. Es decir, pretende que las herencias y las donaciones tributen.
¿Cómo funciona?
Las personas beneficiarias de las herencias -o sujetos pasivos del impuesto- son divididos en cuatro grupos diferenciados en función del grado de parentesco y de relación con el fallecido o donante. Los dos primeros grupos se refieren a la familia más directa: hijos e hijas, cónyuges y progenitores. Sobre estos dos primeros grupos se hallan las principales diferencias de tasación con respecto al resto de las comunidades autónomas, ya que los otros grupos que reflejan un menor grado de parentesco pagan casi por igual en todas las comunidades. Fruto de la diferencia, son estos dos grupos los explicados en adelante.
Y, ¿quién paga? La comunidad autónoma de Andalucía establece un mínimo exento de 250.000 € netos por persona, es decir, que todo andaluz o andaluza que herede en total esa cantidad o menos tendrá que liquidar el impuesto, pero no tendrá que pagar nada. Esto quiere decir -como comúnmente se explica- que de una herencia de un millón de euros repartida entre cuatro hermanos, ninguno de ellos pagaría a Hacienda en concepto del Impuesto de Sucesiones. Teniendo en cuenta estas cifras no podemos evitar preguntarnos, ¿realmente es algo a lo que tanta gente deba temer? ¿Quién nos ha asustado tanto? ¿En qué momento han pensado por nosotros y nosotras?
En cuanto a la vivienda habitual existe una reducción –una rebaja del total por el que tenemos que pagar- del cien por cien. Esto quiere decir que como si de una rebaja se tratara, se reduce la totalidad de lo que debemos pagar por las viviendas habituales cuyo precio sea de 123.000 € o menos, siempre que las hereden los dos primeros grupos (hijos, padres o cónyuges). De 123.000 € en adelante y para el mismo grupo de personas el porcentaje de reducción es menor-hay que pagar más-, llegando hasta la reducción más pequeña, que es del 95% sobre el valor neto de las viviendas de a partir de 242.000 €. Además, el impuesto también incluye reducciones para negocios familiares y explotaciones agrarias.
Esto consigue que, según los datos de la Junta de Andalucía en el año 2016, sólo se vieran obligados a realizar el ingreso un 7.5 % del total de autoliquidaciones por sucesiones que se dieron durante el año, incluyendo a todos los grupos.
El alma del Impuesto de Sucesiones y Donaciones
Si bien hay algo que no queda realmente muy claro sobre la existencia del impuesto es, ¿es justo? ¿Lo necesitamos? ¿Bajo qué razonamiento surge?
Es fácil observar lo arraigada que está la cultura de la sucesión en España- un país en el que la mayoría de las personas son propietarias- y donde buscar la propiedad como sinónimo de seguridad es una opción lógica seguida de su razonamiento más humano: querer dejar a nuestros seres queridos aquello por lo que tanto hemos luchado.
Esta cultura de la propiedad y la sucesión nos aleja por ahora mucho del debate sobre si las herencias son justas o no, es decir, si es justo disponer de más o menos facilidades en función de méritos ajenos. Pero sí que se abre lugar a un resquicio; la posibilidad de que todo lo que podamos recibir no tenga carácter de regalo, refiriéndonos por supuesto a nuestro fustigado Impuesto de Sucesiones.
Si bien podemos encontrar asumible la postura de los creadores de la herencia o la donación, también tenemos que tener en cuenta que el que todos sus esfuerzos se brinden a otra persona crea disparidades tremendamente preocupantes: unas disparidades fruto de lo aleatorio. En base a esta disparidad cruda e incontrolable que determinará el futuro de cada persona -porque tampoco podemos discutir que no es lo mismo heredar una farmacia que el piso en el que creciste- nace el impuesto de sucesiones.
Con el surgimiento del ISD se intenta gravar la concentración de la riqueza que surge del linaje y que generación tras generación se acumularía en un reducido número de familias, haciendo disponibles grandes facilidades para quienes tengan la suerte de nacer en ellas, y creando abismos de desigualdad entre aquellos a los que el azar les coloque en un entorno menos halagüeño.
Desde la campaña #Glocalízate, se pone sobre la mesa la necesidad de reclamar una justicia fiscal, consistente en poner la lupa de la suficiencia, la redistribución de los impuestos y los gastos en la política fiscal, teniendo en cuenta que el objetivo último de toda política debería de ser garantizar los derechos de todas las personas. De esta manera, se entiende que una de las formas de paliar la desigualdad entre las personas es una regulación fiscal que tome conciencia sobre la importancia de establecer puentes entre las personas y sus posibilidades, siempre posicionándose desde una perspectiva de coherencia de políticas públicas. Y entre estas políticas, una regulación central que consiga frenar las diferencias existentes del Impuesto de Sucesiones entre las comunidades autónomas, fijando un gravamen que atienda a las necesidades de las personas y que trabaje para que todas ellas nazcan en la diferencia de contextos pero con igualdad de posibilidades. Siendo ésta la realidad recaudatoria del debatido impuesto: buscar la igualdad de oportunidades con la que nos debemos enfrentar a la vida.