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Historia de dos memorias

Francisco Franco, y su mujer Carmen Polo, asisten a la celebración de la eucaristía en la Plaza de España de Sevilla en 1968

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El 21 de octubre de 1976, en un hotel de Madrid, siete jerarcas de la dictadura franquista encabezados por Manuel Fraga presentan en sociedad un nuevo partido, Alianza Popular. “Serenos y optimistas”, afirman someterse al “veredicto final del pueblo español”. Con esas palabras asumen que el poder político del Estado no se detentaría ya por la fuerza de las armas –algo que, con ellos al mando, venía ocurriendo desde 1939– sino que serían los ciudadanos los que, libremente, decidirían en las urnas. Fraga y los suyos rechazan la violencia como método para hacer política, pero no condenan el franquismo. Todo lo contrario, de hecho: “La palabra franquistas no nos deshonra”, declaran. Una frase que al día siguiente recogen todos los periódicos.

El 7 de febrero de 2011, en el palacio Euskalduna de Bilbao, conocidos rostros de la izquierda abertzale dan a conocer una nueva criatura política, Sortu. Era, y es, el partido heredero de Herri Batasuna y del núcleo duro de ese entorno político. Por primera vez en su historia, rechazan la violencia de ETA –“si la hubiera”– y asumen tan solo vías pacíficas para hacer política. Sin embargo, no condenan a ETA. No llegan a decir algo así como “la palabra etarras no nos deshonra”, pero es evidente que, aunque ahora rechacen el uso de las armas, justifican que hayan existido. Otegi lo expresaba así en 2016 ante Jordi Évole: “¿cómo me puedes pedir a mí ahora que yo condene una cosa del pasado cuando yo no la condenaba cuando se producía?”.

Ambos momentos señalan en el tiempo una decisión crucial del ethos democrático: el instante preciso en el que se abandonan las balas, el terror y la violencia y se abrazan tan solo los votos, la paz y la palabra. Se trata de un momento fundacional que todos los grupos políticos que han legitimado la fuerza han de transitar en algún momento de su historia. Pero se trata de un momento político, no moral. Se rechaza la violencia, pero se legitima su uso en el pasado. Eso explica que la memoria de tales grupos sea tan conflictiva.

Las manifestaciones de apoyo a Franco, las exaltaciones del 20-N y las loas a su legado no cesaron con la Transición, y de hecho llegan hasta nuestros días. Existe la Fundación Franco, existe el Valle de los Caídos como lugar de peregrinaje franquista y, hasta hace nada, existían los restos del propio dictador enterrados ahí con honores. Esas realidades existen porque existen personas que no sólo no condenan el franquismo, sino que consideran que fue una bendición para España. Nuestra democracia no ha podido, no ha querido o no ha sabido acabar con todo ello. Durante más de cuarenta años, lo hemos normalizado.

Los 'ongi etorris', las fotos de los presos en lugares públicos y otra serie de homenajes a los etarras han existido en el País Vasco y Navarra de forma rutinaria durante décadas. Tras la derrota de ETA, nuestra democracia ha protegido considerablemente bien el dolor de sus víctimas y el espacio público que ocupa su memoria. No del todo, por desgracia, pero es obvio que ni existen ni podrían existir cosas como la Fundación Josu Ternera, exaltaciones del 13-J para celebrar el asesinato de Miguel Ángel Blanco o un mausoleo público con los restos de Domingo Iturbe Abasolo.

Alianza Popular acabó uniéndose con otros partidos a la derecha del PSOE y creando el Partido Popular, una formación que no condenó el franquismo hasta el año 2003. Contando desde 1978, fecha en la que la dictadura fue derrotada políticamente, la derecha española tardó nada menos que 25 años en condenar moralmente el franquismo. Con la misma vara de medir, Sortu podría esperar hasta 2036 para condenar el terrorismo de ETA, derrotada en 2011.

Por lo demás, la condena de la violencia franquista en la derecha se ha roto ahora por el lado de Vox, lo que señala que, para una buena parte de la misma, no fue sincera (o, lo que es lo mismo: no fue moral). “No, yo no condeno expresamente el franquismo. Como no condeno ni aplaudo ninguna parte de la historia de España”, ha declarado Ortega Smith. ¿Tampoco condena entonces a ETA, dado que es sin duda “parte de la historia de España”? Se trata, a la vista está, de subterfugios argumentativos: no condenan el franquismo porque les parece que estuvo moralmente justificado. La misma razón por la que en Sortu no condenan ETA.

En Vox no condenan el franquismo porque les parece que estuvo moralmente justificado. La misma razón por la que en Sortu no condenan ETA

La línea que separa el rechazo político de la violencia de su rechazo moral es tortuosa. La institucionalidad democrática solo puede exigir el primer tipo de repudio, pero es que en el interior de ese “solo” late la que es sin duda la mayor conquista política que puede lograr una sociedad: la libertad, la tolerancia y la convivencia de los distintos. Popper, un filósofo cuya doctrina sobre la tolerancia fue – merced a un cómic poco afortunado – recientemente malinterpretada en la galaxia Twitter, propuso durante el siglo pasado la que a mi juicio sigue siendo la mejor receta con respecto a la violencia política. Solo existen, a su juicio, dos posibles justificaciones para ejercer el uso de la fuerza: o hacerlo para instaurar una democracia o hacerlo para defenderla. Lo que precisamente define a un régimen democrático es que en su interior no puede existir la violencia. Contra ese ideal, la democracia, atentó Franco y atentó ETA.

El rechazo moral, el arrepentimiento, supone sin embargo un proceso mucho más complejo y difícil que el mero rechazo político de las armas. Se trata de un recorrido personal, no tanto colectivo, y no todo el mundo es capaz de transitarlo, porque exige una hondura moral y una textura humana probablemente poco habituales. Quienes no lo alcanzan se mantienen toda su vida atados al odio que los condujo a la violencia, un odio que casi siempre surgió, a su vez, del recuerdo de una violencia contraria y previa a la que su propia violencia respondió en una espiral interminable de rencor, de justificaciones y de hastío. En la esfera política, es la democracia la que –inconcebiblemente– corta esa espiral. En la esfera personal, y de modo no menos inconcebible, es el arrepentimiento moral el que logra ese milagro. Y solo quedan, para quienes no lo alcancen, el paso del tiempo y las palabras de Borges: “yo no hablo de venganzas ni perdones, el olvido es la única venganza y el único perdón”.

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