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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Hola, bipartidismo

Susana Díaz, Mariano Rajoy y Ana Pastor en una inauguración en 2015

Raquel Ejerique

Hace 10 meses, los medios agitábamos el pañuelo blanco para despedir al sistema político que nos había conformado como sociedad desde 1977: el bipartidismo. Empezamos un embarazo largo cuyo parto se decide este mes. Era diciembre de 2015 y se hacían titulares como previa para unas elecciones que se preveían históricas y lo fueron.

Había títulos y editoriales de todos los humores. Había melancolía por ver sucumbir los asideros de la juventud, había alarma por un horizonte sin isla en la que naufragar, había esperanza de que lo conocido muriera y heredara la democracia una generación recién nacida y paralela a la política.

Diez meses después, saludamos de nuevo al bipartidismo, aunque esta vez esté desmejorado y envejecido. En el camino, casi un año de declaraciones, pactos y reuniones en las que se ha quemado todo el mundo –Pedro Sánchez es ceniza– menos el inscombustible Rajoy. La nueva política era más frágil de lo que parecía y sus buenos resultados no han superado el desgaste de la agenda institucional y la refriega política. 

Tras el 20D y finiquitada la única oportunidad posible de cambio de gobierno –con Iglesias diciendo “no” con el desdén de una estrella de rock, con Sánchez pactando con la derecha ciudadana y Albert metiéndose en su primer jardín–, el desgaste ha sido cuestión de tiempo. Desde entonces el establishment ha tenido tiempo de rearmarse –de banda sonora, los mariachis Correa y Rita– y se han precipitado los votos por un tobogán hasta lo malo conocido.

El Gobierno vuelve a depender de dos partidos, los de siempre. Con unos líderes muy parecidos a los de siempre, sobre todo desde que la nueva cara del PSOE es el viejo Javier Fernández. El único muerto del bipartidismo ha sido Pedro Sánchez, defenestrado por impredecible. Las televisiones siguen subiendo el volumen a Rajoy y ahora a Fernández. Aparecen legitimados en tiempo y atril como representantes de esa España que no va a cambiar de camisa. Un embarazo después, el menú mediático e institucional es cerrado, en la mesa se sientan los de siempre y hay que esperar a los postres para ver asomar la manga de camisa de Rivera o el ceño de Iglesias.

El tiempo no ha pasado en balde. Hay nuevas caras, nuevos modos, un Congreso más diverso, más fiscalización al poder y otra ciudadanía, pero las encuestas ratifican que las ganas de cambio se han atenuado, azotadas por la mediocridad, por un sistema que aúpa a Felipe a estas alturas y jibarizada por la Ley d'Hont, que bloquea los intentos de cambio cebando a los partidos más grandes.

Si hubiera elecciones ahora, Unidos Podemos bajaría un 20% y también Ciudadanos caería entre 6 y 10 diputados. El PP arrasaría. El PSOE, sumido en su madeja de egos, bajaría otro 20%, pero aún así sigue siendo varita mágica para un Gobierno. Si la guerra mundial socialista ha demostrado algo es que el establishment se envuelve en las palabras cambio e innovación pero, llegado un punto, deja en paz el jueguecito. Como dijo el oportunista Tancredi en El Gatopardo, a veces es necesario que todo cambie para que todo siga como está.

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