Iberdrola no está sola
El engaño montado por Iberdrola para manipular el mercado eléctrico y subir artificialmente los precios en 2013 ha resultado tan burdo y descarado que ni siquiera la CNMC, nuestro amable superregulador, siempre dispuesto a mostrarse comprensivo y flexible ante las necesidades de nuestros grandes oligopolios, ha podido dejarlo pasar pretendiendo que no había sucedido o se trataba de paranoias de comunistas conspiranoicos.
Dos años después del escándalo que llevo a cambiar aquel opaco e indescifrable sistema de subasta por otro sistema alternativo, aún más opaco e indescifrable y que a día de hoy nadie sabe muy bien cómo funciona, los grandes vigilantes de nuestros mercados han hablado. El veredicto ha sido de culpabilidad. Aunque cueste creerlo representa un avance. Hace esos mismos dos años llegaron a la conclusión de que había existido fraude en la subasta anulada por el Gobierno de Rajoy, pero que no era culpa de alguien en concreto. El fraude debió producirse entonces por generación espontánea, o por intervención de la Virgen del Rocío.
La multa de 25 millones de euros impuesta a Iberdrola por alterar el precio de oferta de las centrales del Duero, Sil y Tajo puede parecer astronómica pero, créanme, solo representa calderilla comparada con los centenares de millones que se han embolsado y continúan embolsando a nuestra costa abusando de sus posiciones de dominio. En España a los grandes oligopolios les sale muy rentable infringir la ley incluso cuando los pillan y los multan.
Telecos, petroleras, banca, eléctricas... todas engordan sus balances a costa de exprimir a unos clientes que acabamos tratados más bien como rehenes. En nuestras facturas no pagamos precios. En realidad abonamos rescates a grandes oligopolios que lo pactan casi todo y manipulan la información sobre costes y competencia, que controlan de modo absoluto. ante la mirada atenta de una policía reguladora más preocupada por asegurar el negocio a las grandes corporaciones que por garantizar el buen servicio al consumidor.
En cualquier país del mundo que se considere a sí mismo serio hace años que las relaciones entre las compañías eléctricas y el poder político deberían haber sido objeto de algún tipo de investigación pública y democrática. Otro tanto debería y debe suceder con las grandes privatizaciones de los monopolios públicos durante la década de los noventa. Cuando nos quitaron aquello que sería ineficiente, pero al menos era de todos, para dárselo a sus amiguetes y encerramos en esta pesadilla que algunos se empeñan en seguir llamando “nuestros mercados”.