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Inauguraciones culturales

Imagen referencial de una exposición dedicada a la obra de Carmen Arozena en el Espacio Cultural La Palma.
15 de septiembre de 2022 22:56 h

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A lo largo de los últimos meses he asistido a un buen puñado de festivales, encuentros literarios, inauguraciones de exposiciones y toda clase de eventos culturales y, fruto de esa experiencia —nada nuevo, por otra parte— he descubierto dos cosas que siguen dando vueltas por mi cabeza y me gustaría compartir con ustedes.

Mientras tanto, ya se habrán dado cuenta si leen estos artículos, lo que hago es comentar lo que me llama la atención en nuestra sociedad, en nuestro comportamiento; cosillas que a veces me habían pasado desapercibidas hasta el momento y, de repente, me saltan a la vista. En unas tengo una opinión muy clara mientras que en otros casos lo que tengo es una especie de perplejidad. Este es el caso que nos ocupa ahora.

En estos eventos que les mencionaba, hay —siempre, o casi siempre— dos cosas que se repiten. Les cuento.

Estamos todos y todas los integrantes del público o los que vamos a participar en el encuentro sentados o de pie en una sala esperando el acto de inauguración. Después de tanto tiempo de trabajo y tanto esfuerzo, los y las integrantes de la organización están por un lado nerviosos, por otro satisfechos, de haber llegado hasta ese momento y haber conseguido reunir a tantas personas. Suben al estrado, después de cederles la prioridad —faltaría más— a los y las representantes del ayuntamiento, generalitat, junta o equivalente, ministerio, embajada, etc. Se reparten por el escenario y empiezan los discursos.

La organización se deshace en agradecimientos mientras los representantes de las instituciones cabecean, satisfechos y orgullosos como si el dinero hubiese salido de sus mismísimos bolsillos y fueran mecenas del evento en lugar de ser representantes de la población y administradores del dinero público. Esa es la primera cosa que me llama la atención.

Soy una persona agradecida por naturaleza y me parece maravilloso y muy necesario darse cuenta de lo que una tiene y dar las gracias por ello. Lo que no acabo de entender es el servilismo que muchas organizaciones lucen cuando llega el momento de los discursos de agradecimiento. Está muy bien decir que el ayuntamiento o el ministerio o la institución pública de la que se trate ha apoyado el proyecto y ha puesto de su parte para que salga bien. Me consta que hay muchos proyectos y que no todos reciben financiación para poder llegar a buen puerto. Es natural que estén agradecidos los que lo han conseguido, pero... siempre hay un pero. ¿De verdad no ven ni los unos ni los otros que el dinero con el que se ha hecho posible todo aquello ha salido de los impuestos de la población, que no es un regalo que los políticos le hacen al pueblo, sino que el pueblo tiene derecho a que le den ese tipo de eventos a cambio de su dinero? ¿No ven que el trabajo de un concejal de cultura o su equivalente en otros niveles es precisamente el de proporcionar actos culturales con el presupuesto que se le ha confiado? A nadie se le ocurre dar las gracias profusa y cotidianamente al profesorado, ni al personal sanitario (ahora que ya no hay covid y no se sale al balcón), ni a la policía, ni a nadie más que a los políticos cuando suben al estrado a inaugurar un festival.

La segunda cosa: cuando llega el turno de estos políticos y políticas, y dan sus discursos de inauguración, lo más recurrente es que se refieran a la enorme relevancia cultural del evento, a la perentoria necesidad de su realización, a que por fin, esta ciudad o pueblo concretos se ha sumado a la marcha cultural del mundo y tiene también un festival de novela negra o histórica o de ciencia ficción o de lo que sea. Se hace también hincapié en la talla de los y las escritoras, científicas, periodistas... que han sido invitadas, y en cuánto se desea oír sus conferencias, sus debates, sus reflexiones sobre temas cruciales en el devenir de nuestra sociedad.

Todo el mundo sonríe, aplaude, se siente importante al pertenecer a tan selecta compañía, tanto los que van a participar sobre el escenario como el público que ha acudido con la ilusión de oír esas contribuciones tan interesantes sobre los temas más candentes.

Se inaugura el festival entre grandes aplausos. Los y las políticas, sonrientes, abandonan el estrado. Y el edificio. Es rarísimo que alguno de ellos se quede a escuchar ni siquiera la conferencia inaugural, mucho menos el primer debate o mesa redonda. ¿No habíamos quedado en que aquello era de suma relevancia social, que habíamos conseguido reunir a la crème de la créme de la intelectualidad para que nos aporten datos de extremo interés con los que comprender nuestro mundo actual en toda su complejidad o que nos abran los ojos a diferentes realidades y avances de la ciencia, del arte o de la literatura? ¿Por qué, siendo algo tan importante, se marchan de allí en cuanto han dado su discurso y apenas se han apagado los aplausos?

Yo supongo que es porque no les interesa, a pesar de todo lo que han dicho. Claro que también podría ser porque sus muchas ocupaciones y el servicio que prestan a la comunidad no les permite la libertad de quedarse un viernes o un sábado a las ocho de la tarde a escuchar una de esas conferencias tan interesantes. Les gustaría, pero no pueden. Tienen que trabajar por nosotros.

No me estoy quejando de que no les interese la novela negra o la obra de un pintor que acaban de inaugurar. Cada uno, político o no, es muy libre de ocupar su tiempo de ocio con lo que más satisfacción personal le dé, y cada persona tiene su idea de qué le apetece hacer una noche de fin de semana. A mí lo que me pasa es que la hipocresía siempre me ha rechinado y no acabo de entender por qué tenemos que exagerarlo todo de ese modo, los agradecimientos, las inauguraciones y tantas otras cosas de este estilo.

El problema, en mi opinión, es que así nos acostumbramos cada vez más a mentir con gracia y aplomo, a decir lo que creemos que los demás esperan oír, a no ser sinceros, a no dar nuestra opinión en público, por si acaso. No me refiero a llegar a expresiones como “este festival es una estupidez y no me explico cómo la concejalía de cultura lo ha financiado”, pero sí a darse cuenta de que queda un poco raro que después de haberse deshecho en elogios, la misma persona que lo ha hecho, se marche a toda velocidad y con una sonrisa de alivio en el rostro.

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