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“Iros”: el bueno, el feo y el malo

Clint Eastwood

Elena Álvarez Mellado

La RAE le ha dado el visto bueno a “iros” como imperativo del verbo “ir” cuando va con pronombre, y como es verano y en Gibraltar no pasa nada emocionante últimamente, el irosgate se ha convertido en el tema de la semana, y quizá hasta del mes.

El asunto no es baladí y tiene múltiples caras, así que he aquí algunos sentimientos encontrados ante el asunto sobre “iros” y el revuelo que ha levantado la noticia.

Lo bueno: que la gramática recoja cómo se expresan los hablantes

Ni los diccionarios, ni las gramáticas ni los académicos crean la lengua. Quienes construyen el idioma son los hablantes. La lengua se crea porque los hablantes la usan y la función de los diccionarios y gramáticas es (o debería ser) recoger fielmente cómo nos expresamos los hablantes, no decirnos cómo debemos hablar. La noción de que la misión de los diccionarios y de quienes estudian el idioma es proteger la lengua de los bárbaros que la hablan es una concepción, afortunadamente, desfasada que ningún lingüista serio hoy en día se atrevería a defender.

Las gramáticas y los diccionarios son fotografías que nos permiten asomarnos (aunque sea de forma parcial y limitada) a la realidad inabarcable que es la lengua, así que cuanto más fielmente recojan las obras lingüísticas el uso real de la lengua, más útiles resultarán. En ese sentido, el uso de “iros” como imperativo es tan abrumador que solo los nostálgicos más recalcitrantes podrían seguir defendiendo que no apareciese recogida en las obras de referencia. Todo lo que vaya encaminado a que las obras académicas recojan mejor cómo se expresan los hablantes es una buena noticia así que la incorporación de “iros” es digna de celebrarse. Lo incomprensible es que no estuviera ya antes.

Lo feo: el síndrome de Estocolmo de los fanboys tradicionalistas

fanboysA raíz de la noticia, han sido muchos los puristas indignados que se han echado las manos a la cabeza escandalizados:

Nada nuevo bajo el sol. Cada vez que la RAE anuncia que va a recoger una nueva palabra o un nuevo uso se desencadena una tormenta mediática con gente muy indignada que ve en las novedades académicas la confirmación definitiva de que vamos a peor y de que la degradación del idioma es imparable. De alguna manera, acudimos a la RAE esperando que nos diga cuáles son las reglas para hablar bien y que nos pegue con una escoba en la cabeza cuando las incumplimos.

Prueba de esto es que cuando la RAE incorpora un uso nuevo no decimos simplemente que lo registra; se dice que la RAE lo acepta, como si las obras académicas fueran un selecto club privado al que solo aquellas formas que cumplen con el decoro lingüístico y cuentan con el beneplácito de la Academia fueran dignas de entrar. Las palabras que están recogidas por la RAE son válidas; los usos que quedan fuera están proscritos y los tenemos que evitar.

Por eso los fanboys del tradicionalismo lingüístico viven con una sensación de derrota permanente ante las hordas de los que hablan mal. Es lógico: si entendemos que la lengua es inmutable y que los cambios son errores tolerados que no hemos podido contener es normal que los puristas tengan la sensación de que la realidad les cuela goles permanentemente y que la aceptación de “iros” es una claudicación en toda regla.

Lo que subyace a esta idea es la creencia de que la lengua es una especie de creación divina perfecta hecha por dioses todopoderosos (o académicos venerables) que nosotros, pobres mortales, estropeamos con nuestro uso. Como si la lengua fuera propiedad de los eruditos y los hablantes la tuviéramos de prestado. Queremos que la RAE proteja el español de nosotros mismos porque nos han convencido de que nuestro uso destroza la lengua. Es preocupante comprobar lo extendido que está este síndrome de Estocolmo lingüístico por el que algunos hablantes exigen mano dura a la RAE para que condene un uso mayoritario.

Lo malo: a la RAE se le da regular hacerse la moderna

Desde hace algún tiempo, se nota que la RAE hace tímidos intentos por abandonar su tradicional postura de guardiana antipática del buen español y parece que intenta describir en vez de prescribir. Desde la Academia, dicen que se limitan a recoger lo que los hablantes dicen, abrazando posiciones más modernas y científicas. Sería una buena noticia, de no ser porque se les nota la falta total de convencimiento en sus propias decisiones.

Para empezar, si, como dice Pérez-Reverte, la función de la RAE es ejercer de notario, tenemos malas noticias que darle: como notaria, la Academia llega tarde y mal. Para ser una institución que dice servir para dar cuenta del funcionamiento general del idioma, plantarse a estas alturas de la película a anunciar con gran boato que el imperativo del verbo “ir” cuando lleva pronombre es mayoritariamente “iros” es descubrir el Mediterráneo. Ya veréis cuando se enteren de que en la lengua oral el infinitivo (sentaros) hace rato que le comió la tostada al imperativo convencional (sentaos).

Para más inri, afirma Pérez Reverte en su tuit que la decisión académica quiere decir que ya podemos usar “iros” como imperativo sin complejos. Si hemos quedado en que la RAE solo se limita a dar cuenta de lo que los hablantes usan, ¿por qué habrían de estar acomplejados los hablantes? En todo caso, a quien deberían producir sonrojo las ausencias clamorosas en las obras de académicas de usos lingüísticos tan ampliamente extendidos como “iros” es a la propia Academia, no a los hablantes.

Y para rematar, tras presumir de que la RAE recogerá el uso de “iros” como imperativo porque la Academia no es “la policía de la lengua”, Pérez-Reverte matiza diciendo que lo correcto seguirá siendo “idos”. Vamos a aclararnos: o la RAE recoge el uso (notario) o hace norma y distingue usos buenos de malos (policía). Pero las dos cosas a la vez no puede ser.

El debate en torno a la incorporación de “iros” como imperativo puede parecer una frivolidad sin importancia, pero tanto la decisión académica en sí como las reacciones de los hablantes y de los propios académicos ponen de manifiesto el choque que existe entre dos aproximaciones a la lengua opuestas: la de quienes estudian la lengua para observarla tal cual es y la de quienes se aproximan a ella para dictar cómo creen que debería ser. Y, en este enfrentamiento, “iros” no será la última batalla.

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