Por qué lo llaman educación cuando no es más que chulería
Yo no sé qué preferiría un autor que le dijeran: que es “un coñazo”, a secas, o que “está resuelto a demostrar que, a falta de genio, por lo menos puede ser aburrido, ¡y vaya si lo ha logrado!”. Lo primero lo diría un mortal cualquiera. Lo segundo lo dijo Oscar Wilde de su contemporáneo Émile Zola en su corrosivo ensayo ‘La decadencia de la mentira’. Ambas fórmulas pueden resultar igualmente ofensivas para su destinatario, aunque existe una convención social mediante la cual consideramos la primera como una manifestación de tosquedad e irrespeto, mientras celebramos la segunda como un ejemplo de elegancia y fina ironía que eleva el nivel intelectual del debate. Ahora bien, si lo que nos preocupa es el clima de concordia, ninguna de las dos contribuye a él, puesto que su objeto es herir, menospreciar o molestar. El respeto es otra cosa. Las peores ofensas se pueden llevar a cabo con refinamiento o con lo que algunos entienden desde su estatus particular por “buenas maneras”.
Viene esta reflexión a cuento de la polémica que suscitaron las formas de ciertos portavoces en el debate de investidura que concluyó ayer. En especial, la intervención del socialista Óscar Puente, que el PP y su artillería mediática han tachado de “vómito de bilis” que “degrada la democracia”, en contraposición con las “buenas formas”, la deliciosa “ironía gallega” o la exquisita “corrección” de Alberto Núñez Feijóo.
He repasado con detenimiento la intervención de Puente: ciertamente entró como una tromba en su turno de palabra, elevando varios decibelios el volumen del debate y afeando a Feijóo –con fundamento– la despiadada oposición que ha ejercido el PP contra Sánchez desde que llegó a la Moncloa. De las cosas que dijo, dos molestaron especialmente al candidato, a juzgar por la expresión de su rostro: que le recordara su amistad con el narcotraficante Marcial Dorado –una relación sobre la que el líder popular sigue sin dar explicaciones convincentes– y que dijera que el PP gallego está bien retratado en el libro ‘Fariña’, que refleja la antigua relación entre dirigentes conservadores con reconocidos contrabandistas de tabaco y después capos del tráfico de drogas en esa comunidad. Donde, en mi opinión, traspasó una línea roja fue en su afirmación de que Aznar “instigó” los atentados del 11M con su participación en la guerra de Irak; le habría bastado con afirmar, y no hubiera sido poca cosa, que la cruel e injusta guerra en la que se metió Aznar contra la voluntad de los españoles dejó más de cien mil muertos en el país árabe y colocó a España en el punto de mira del terrorismo yihadista.
Fue un discurso fuerte, sin duda. De esas intervenciones que, sin alcanzar en acritud a tantas broncas que hemos presenciado en el Congreso, no contribuyen a bajar la temperatura política. Lo que tene narices es que lo critiquen quienes llevan cuatro años intentando echar a las bravas de la Moncloa a un gobierno que tachan de ilegítimo y al que soltaron sin parar en campaña aquello de “¡Que te vote Txapote!”, entre tantos insultos.
En realidad, ese ha sido el comportamiento del PP cada vez que está en la oposición. A su hoy admirado Felipe González le hicieron la vida imposible en una campaña orquestada con un grupo de eximios periodistas que pasó a la historia como el ‘sindicato del crimen’. En 1998, con Aznar ya en el poder, el exdirector de Abc Luis María Anson recordó así aquella feroz ofensiva, de la que formó parte: “Para terminar con González se rozó la estabilidad del Estado. La cultura de la crispación existió porque no había manera de vencer a González de otra manera”. Y qué decir de la campaña de acoso y derribo que padeció Zapatero, a quien Rajoy llamó “bobo solemne” para diversión de sus huestes. Tampoco fueron unos santos los del ‘viejo’ PSOE, ese que tanto parece añorar hoy la derecha. Esto dijo en su día Adolfo Suárez sobre Alfonso Guerra, un látigo implacable y burlón con sus rivales reconvertido hoy por el PP en respetable y comedido hombre de Estado: “Cada vez que habla, Guerra desestabiliza con el insulto la convivencia de los españoles”. Y ahora la derecha eterna y algunos viejos socialistas claman con desagarro que Puente ha degradado la democracia con una intervención en el Congreso.
Pero el colmo del cinismo de los conspicuos editorialistas y articulistas de la derecha es exaltar las “buenas maneras” y la “corrección” de Feijóo en el debate de esta semana. Lo que se pudo ver –en sus gestos y su lenguaje– fue a una persona altiva y prepotente, que, sin necesidad de subir la voz, pues eso es propio de la plebe, se refería a sus adversarios con una mezcla de paternalismo, superioridad y menosprecio, y remataba sus argumentos fijando en sus interlocutores la mirada de una manera desafiante. Todo ello salpicado con gotas de un humor simple que solo desde la ignorancia y el desconocimiento de la buena literatura satírica se puede calificar de fino. No sorprende que quienes exaltan la buena educación de Feijóo sean esos espíritus versallescos tan comunes en los medios conservadores que, con los buenos modales que los caracterizan, llaman a Puente energúmeno y lo equiparan físicamente a un gorila.
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