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Lluvia fina, pero de ácido sulfúrico

Los Mossos contienen la protesta en la plaza Urquinaona

Antonio Franco

Estos días hemos tenido la oportunidad de entrever el triste futuro imperfecto inmediato de las relaciones Catalunya-España. Han sido algunos anticipos de cómo será la falsa paz en la que estamos encallados (o encanallados), llamando paz (si no es mucho llamarla así) a todo lo que no sean bofetadas físicas o la presencia de la caballería en cualquiera de sus versiones modernas.

- Ejemplo uno. La extremada tirantez de los desencuentros oficiales. Recuerden el acto del Colegio de Abogados de Barcelona. Unas palabras del president del Parlament sobre los políticos presos -él habló de “presos políticos”- tuvieron la respuesta inmediata del abandono de la sala por parte de algunos asistentes, entre los que figuraban varios de los que formaban parte de la mesa.

- Ejemplo dos. La amargura de la coexistencia forzada, muy visible en la indigesta cena oficial del Mobile World Congress. Todo fueron caras largas y conversaciones todavía más huecas que las tradicionales en este tipo de encuentros, después de que la alcaldesa de Barcelona y el ya mencionado presidente del Parlament no participasen en la bienvenida protocolaria al Rey.

- Ejemplo tres. La memoria -casi de elefante, como tanta gente acostumbra a decir cuando alude a temas reales- de una amplia franja de la ciudadanía catalana que no perdona a Felipe VI que en su mensaje de octubre no quisiera acordarse de quienes habían sido abusivamente heridos tres días atrás en la resistencia pacífica a la policía. Una monumental cacerolada popular nocturna antimonárquica, perfectamente audible por el cortejo real, acompañó en Barcelona a las descortesías de las autoridades locales.

Y de forma especial no olvidemos tampoco el contexto de la lluvia fina contestataria y silenciosa que continúa cayendo in crescendo en Catalunya. En su formato de los más variados usos del color amarillo en prendas de uso personal que lleva gente de todas las edades, en paños colgantes de todo tipo y en pasquines; o en la variante de las narices de plástico rojo, de clown, que se multiplican en todo tipo de concentraciones populares. Ambas cosas forman parte de una especie de juego colectivo que se practica con tanta sonrisa como firmeza. Pero resulta prácticamente irreprimible, por lo que se va ampliando. ¿Se puede vivir mucho tiempo así? Posiblemente sí, pero con desazón creciente. Cae una lluvia fina, pero es de ácido sulfúrico.

En cualquier caso, los datos de fondo son los que son y todo el mundo los conoce: esa desafección militante y desafiante la hace únicamente media Catalunya pero resulta dominante ya que la otra mitad, algo superior en número de personas, defiende menos activamente sus planteamientos. ¿Por qué? Porque la primera mitad tiene un proyecto ilusionado, aunque esté encallado y sea absurdamente abstracto, mientras la segunda pende le guste o no de la errática situación política española, pilotada sin brújula hacia la continuidad de algo deshilachado que mayoritariamente se considera decepcionante y sin que se vislumbren indicios de que quienes ostentan los poderes tengan ni planes ni voluntad de cambiarla. ¿Vieron ustedes esta misma semana el reportaje periodístico de Jordi Évole sobre personas apaleadas injustamente por la vida en la España que oficialmente ha salido de la crisis? Esa España deprimente es, además, la supuesta zanahoria que cuelga por delante de los constitucionalistas de Catalunya, según recuerdan continuamente los medios públicos y privados que simpatizan con la secesión.

Por encima de todos, catalanes y no catalanes, planean dos malos contextos. El primero, la persistente tendencia del poder de Madrid a cometer continuamente nuevos errores. Es lo menos que se puede decir de volver a esgrimir a reflujo del 155 el tema de la lengua en la escuela, una inmersión aceptada mayoritariamente en Catalunya porque sus niños acaban la escolarización con el mismo nivel de castellano que en las demás autonomías. El segundo, la paradoja de que el pulso con los (presuntos) malos españoles se efectúa mientras afloran continuamente novedades de las corrupciones insoportables que se les van descubriendo a los líderes de los (presuntos) buenos españoles. Los protagonistas son casi siempre gobernantes del PP de Rajoy, aunque los casos judicialmente todavía no afectan a quien mucha gente considera -salvo a la hora de votar- el Sospechosísimo Máximo. Repito, aunque ahora mirando hacia el otro lado: ¿Se puede vivir mucho tiempo así?

Estamos tan mal que se debe considerar la mejor noticia de la semana el hecho de que los policías del operativo Frenar a los Viejos Pensionistas que No se Resignan a Morirse de Hambre en Silencio (si ese no era su nombre estamos ante otro error de Zoido pues debería haberse llamado así) no actuaron en la calle contra esa protesta pacífica como lo hicieron sus compañeros que trabajaron el pasado 1 de octubre en Catalunya. ¿O incluso eran los mismos? En ese caso debieron aplicar eso que los progres -cuando existían- llamaban “la discriminación positiva”.

Formo parte de una generación que pasó la primera parte de su existencia esperando a que desapareciera un mal tipo, y ahora, en nuestro último tercio de vida, estamos igual: esperando que desaparezca otro y otros. No, no me refiero a que en estos momentos deseemos la muerte de nadie; tenemos más que suficiente con que desaparezcan de la primera línea política y que sus firmas dejen de aparecer en el Boletín Oficial del Estado y el Diari Oficial de la Generalitat. Aunque, pensándolo bien, en el caso concreto de Rajoy estaría bien que se jubilase y tuviese las condiciones económicas medias de quienes se manifestaron. Y que a partir de ahí tenga suerte, y que quienes le sustituyan le libren de la necesidad de salir a la calle para intentar conseguir dignidad y respeto en el subsidio.

Mientras pasan tantas cosas constataré una más: en los últimos seis meses este país no ha avanzado ni un solo milímetro en dirección a solucionar alguno de sus problemas de fondo. Todo lo que vemos y oímos es ruido y efectos especiales; de avance, nada.

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