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Los machacas

Koldo García, en una imagen de archivo

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Ninguna figura sociológica refleja tanto el carácter español como el personaje del machaca. El machaca, en España, rellena el hueco del amigo del chico, o del prota, o del héroe o como se le llame. Si en la vieja serie del Oeste, el Virginiano tenía como compañero al Trampas, en nuestras ficciones, por ejemplo, en las de bandoleros, Curro Jiménez contaba con la fidelidad del Algarrobo. Somos antes un país de fidelidades que de compañerismos.

Así ha sido desde tiempos de los íberos, que se consagraban a sus líderes a través de unos pactos conocidos como fides y devotio. Eran una cuestión de ciega lealtad, que les llevaba incluso a darse la muerte en el caso de que perecieran sus jefes, principalmente guerreando. La fides y la devotio suponían la manifestación extrema de una sociedad basada en el clientelismo. De ahí venimos. Basta con ver en un mapa de nuestra península dónde se asentaban las sociedades iberas, para comprender algo más.

Es cierto que en la cuadrilla de Curro Jiménez también cabalgaba el Estudiante. Más abierto, más moderno, más presentable, siempre estaba a la altura de lo que esperaba el líder. El machaca, en una sociedad avanzada, es una rémora; pero no desaparece. Sobrevive controlando la situación desde su marginalidad. Habla con socarronería desde la anécdota a la que pertenece. Se le admite, pues resulta barato, de poco coste. Todo el mundo cree que le basta, para subsistir, con el pedazo de queso que lleva en el morral. Y así es como se confían sus superiores.

Sin embargo, cuando en un recuento falta algo, todas las miradas se dirigen al machaca. Al principio se le supone la honradez, porque es de la pandilla, y siempre cuesta admitir que se ha sido traicionado. Pero es de manual, en las historias sin glamur, el mangui siempre es el machaca. La sofisticación en el delito, la elegancia en el robo, no irrumpirán hasta la llegada de la Belle Époque y de los años locos, con la aparición de los ladrones de guante blanco, como Arsène Lupin, caballero ladrón, y Fantomas, su versión cruel. Cosas de los franceses, las luces de París. A principios del siglo XX, Europa se llenaba de nuevos ricos y el cinismo se convertía en una epidemia que, al igual que la gripe española, afectaría a la vez a millonarios y a desheredados, pero no del mismo modo, sino a cada cual a su manera.

Es en esos momentos de angustia y confusión, como las pandemias, cuando los cínicos campan a sus anchas. Recuerden la que acabamos de pasar. Al tiempo que los médicos en los ambulatorios y hospitales de España se veían obligados a reutilizar las mascarillas, y las sacaban por las ventanas para airearlas y ponérselas de nuevo, o se las fabricaban en casa con retales, o las recibían defectuosas y se les rompían y caían en medio de una sala llena enfermos de COVID, a la vez que el personal sanitario enfermaba y moría, y la población en general enfermaba y moría por decenas de miles, hubo gente que se forró traficando con mascarillas.

Portero de un puticlub, condenado por agresiones en su trabajo de vigilante de seguridad, metido a continuación en política como militante socialista, y entonces guardaespaldas de dirigentes sindicalistas, concejal socialista en el municipio navarro de Huarte, chófer de Ábalos cuando este era secretario de Organización del partido socialista, elevado a asesor de confianza cuando Ábalos fue nombrado ministro, y a partir de ahí consejero de Renfe, vocal del Consejo Rector de Puertos del Estado... Koldo García es el machaca impregnado de cinismo hasta la médula. Ni siquiera Luis Roldán llegó con un currículum tan sospechoso, tan sucio.

Hay un momento en que el machaca acumula más poder que sus superiores. Es un poder sólido, que ha ido atesorando pacientemente, compactamente. A diferencia del poder de sus dirigentes, unos amos que quizá no han tenido más remedio que seguir confiando en él, pues ya era demasiado tarde para dejar de hacerlo, el poder del machaca se manifiesta irreversible. Le parece que va a tenerlo para siempre. El machaca no brilla, simplemente devora. No es un jaguar, es un topo. Incapaz, por condición, por carácter, por preparación, de formar parte del Estado, ha comprendido que su función es parasitarlo. Se ha metido a chófer para conocer el camino. Pero ninguna otra profesión le resulta tan adecuada como la de vigilante. Es lo que ha hecho desde el principio en todas las puertas que se le han abierto, desde las más cutres hasta las más deseadas.

Como James Cagney crujiendo bajo la lluvia, Koldo García estudia el camino. Mantiene los ojos bien abiertos todo el rato. Prefiere permanecer solo, vigilando. Cuando el día termina, se siente un tonto que aún no ha hecho nada provechoso, pero es consciente de que comprender, aprender, es eso. De momento, le toca vigilar. Siempre va a hacerlo, primero para los demás. Cuando todo vaya bien, lo hará para él. De este modo, pasea arriba y abajo a lo largo del camino; porque sabe que lo que hay ahí dentro le pertenece.

Siempre se sabe, pero siempre se olvida. Es el lema de Watchmen, el clásico del cómic; sin embargo, la frase ha sido adaptada de las Sátiras de Juvenal: ¿Quién vigila a los vigilantes? (Quis custodiet ipsos custodes?). En el libro de Pedro Sánchez, Manual de resistencia (Península, 2019), Koldo García aparece nombrado, gratificado en su labor de machaca, de vigilante. Se le cita una vez, para explicar que se quedó a dormir dos noches en la oficina de la candidatura de Sánchez. Su misión es vigilar, custodiar los 57.000 avales que darán la victoria a Sánchez en las primarias del partido.

¿Que se quedó a dormir he dicho? Los vigilantes nunca duermen. En política, un machaca acostado es una contradicción en sí misma. Al machaca tumbado lo tenemos visto en otros lances, por ejemplo, en el holgazán de Pepón, el de Los señores de Alcorcón. El holgazán de Pepón es la transferencia a las clases populares del majo aristocrático que Valle-Inclán retrata en El Ruedo Ibérico. Por eso, en vez de un sofá, Pepón sale tumbado en un diván, tan pichi.

En el índice onomástico de Manual de resistencia, José Luis Ábalos, el eterno jefe de Koldo García, aparece con 13 referencias (mal número), y hasta se le ve en tres fotografías de grupo. Cuatro años después, en el segundo libro de Pedro Sánchez, Tierra firme (Península, 2023), Ábalos no es citado ni una sola vez. Ya ha sido excluido. Las cosas suceden rápido y se ven antes de que se digan, por eso es fascinante observar lo que se deja de poner en los libros además de lo que se pone.

Son dos Pedros Sánchez muy diferentes los protagonistas de uno y otro libro, a los que tan solo separan cuatro años. El nombre más citado en Manual de resistencia es el de Mariano Rajoy. En Tierra firme, el nombre que más aparece es el de Vladimir Putin. Se trata de preocupaciones distintas, de ambiciones diferentes. Si en Manual de resistencia se nombra a Hannah Arendt, Norberto Bobbio, Manuel Azaña y Bill Clinton, todos estos nombres desaparecen en Tierra firme, y ahora las referencias son la Pija y la Quinqui, Rigoberta Bandini, Angela Merkel y Ursula van Der Leyen.

Hoy se le exige a José Luis Ábalos ser borrado de manera definitiva, para siempre. Aquí (en Barcelona), se cantaba en las verbenas de barrio, en versión de la Orquesta Platería: la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida. Hace nada, el nombre de Ábalos aparecía referenciado hasta 16 veces en el índice onomástico del libro de José Félix Tezanos, Pedro Sánchez. Había partido: de las primarias a la Moncloa (Los Libros de la Catarata, 2022). Se le tenía en cuenta. En una de las ocasiones en que se le cita en el Manual de resistencia, de Pedro Sánchez, Ábalos comenta una famosa teleserie danesa, que trata de las intrigas políticas: “Borgen... ¿qué Borgen? ¡La política española es mucho más emocionante y auténtica!”.

Un machaca no prospera si no hay un entorno de cinismo que le permita medrar. Por eso los machacas de los tebeos siempre son tan buenas personas. Su contexto es el ideal de la justicia. Porque el Capitán Trueno muestra un carácter noble y generoso, Goliath, el Cascanueces, solo puede existir teniendo un corazón de oro. Quizás uno de los políticos, de todos los tiempos, que mejor ha representado el cinismo haya sido Fouché. No hay cita mala suya, ni biografía suya que no sea apasionante. Es soberbia la que le dedicó Stefan Zweig, Fouché: Retrato de un hombre político (ed. Acantilado, 2011). Su gran rival, Talleyrand (quizá más detestable y retorcido que el propio Fouché), dijo de él en alusión a su labor como ministro de Policía: “Fouché hace el trabajo sucio, pero lo hace suciamente”. Y una vez, alguien dijo de Talleyrand: “¿Cómo quiere usted que este hombre no sea rico, habiendo vendido a todos los que le han comprado?”.

El machaca hace suciamente un trabajo que debiera ser limpio. Compra barato para vender caro; con esta picardía de chamarilero, de quincallero, de quinqui, forja su fortuna. De un modo u otro, el machaca acaba comprando a quien le ha comprado, hasta el punto de creerse dueño de su voluntad, de pretenderse capaz de controlarle. Y se vende a sí mismo una y otra vez, hasta quedar reducido a saldo. A diferencia de un índice onomástico, es mejor no salir citado por un machaca. Aun va más allá que Shakespeare, en el machaca no hay resto, todo es silencio. Hoy, bajo el silencio de quienes han especulado con mascarillas durante la pandemia, retumba otro silencio más grande. Es el de las bocas sin tapar, por falta de mascarilla, de toda la gente que ha muerto, y enfermado, y sufrido, en España, donde la política es mucho más trágica e insoportable cuando se deja en manos de machacas.

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