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Las malas compañías

Sánchez y Aragonès, a su llegada al MNAC

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El procés ha muerto. O no. Depende. En el Gobierno de España están convencidos de ello. Lo dijo Bolaños, lo piensa Sánchez y lo comparten la mayoría de los ministros, al margen de las siglas en las que militen. Nada es hoy en Catalunya como era en 2017. Ni en lo social ni en lo político. La independencia ha dejado de ser el eje sobre el que pivota la agenda pública. No está tampoco entre los  problemas o prioridades que subrayan los catalanes en las encuestas. Y el independentismo está mas fracturado que nunca. Todo esto son argumentos que desde La Moncloa esgrimen un día y otro para contrarrestar la ofensiva de la derecha contra un presidente del Gobierno al que consideran rehén de “quienes quieren romper España”

En la Generalitat no lo tienen tan claro. La independencia sigue siendo el objetivo. “Catalunya quiere ser un Estado más, como Francia y España, para compartir la construcción europea”, ha dicho su president, que hizo este jueves de anfitrión de la cumbre hispano-francesa. Aragonés se marchó de la recepción institucional antes de que se interpretaran los himnos nacionales porque no quería dar “carta de naturaleza” a la presencia del Ejército en Catalunya y en el recibimiento al presidente francés, Emmanuel Macron. Un gesto que habla por sí solo.

Lo de soplar y sorber -en este caso recibir y marcharse a la vez- es algo habitual en una ERC que cabalga las contradicciones propias de quien ejerce la responsabilidad institucional y al tiempo se manifiesta en la calle por miedo a Junts y a que lo que queda de la vieja Convergència se arrogue en solitario la defensa de una Catalunya independiente. El abucheo se lo llevó en la calle Oriol Junqueras, que tras el 1-0 no huyó a Bélgica, fue detenido, encarcelado y permaneció en prisión 1.314 días. El líder de los republicanos fue acosado por un grupo de radicales que, al grito de fora botifler, le obligaron a abandonar la zona. Y esta es la escena que, junto a la de los poco más de 6.000 manifestantes (según la Guardia Urbana de Barcelona) confirma el pronóstico del Gobierno de España de que el separatismo está fracturado por completo y los catalanes, a otra cosa.

Lo que está por ver es la respuesta de ERC, no ya al acoso constante de sus ex socios de Gobierno, sino a que la reforma del Código Penal pactada con Sánchez no dé los resultados para los que se hizo. La lectura de Llarena y la de la Fiscalía del Supremo no auguran nada bueno. Si finalmente la derogación de la sedición y la reforma de la malversación no sirven para aliviar las penas de unos y evitar el encarcelamiento de otros, además de un ridículo superlativo del Gobierno, puede suponer que ERC vuelva a endurecer sus posiciones, renuncie al diálogo y retome el enfrentamiento directo con Madrid en un año que llega cargado de elecciones y en el que Sánchez se juega su supervivencia en La Moncloa.

Hasta para ese hipotético y nada deseado escenario tiene respuesta Sánchez. La apuesta por la pacificación de Catalunya es decidida como lo fue la negociación de Zapatero con ETA durante su primera legislatura. Salvadas las distancias y los contextos, el Gobierno sabe lo que se juega, pero defiende con firmeza lo que ha hecho. El tiempo les dará o les quitará la razón y a medida que pasen los meses -o los años- y la perspectiva sea mayor, la lectura seguro que será distinta, como distinto se lee hoy aquel controvertido proceso de diálogo que Zapatero emprendió con la banda terrorista. Hoy ETA no está ni Euskadi clama por su independencia igual que el procés, diga lo que digan los secesionistas, se ha diluido entre los pliegues de la memoria y una inmensa mayoría de catalanes creen que todo aquello no fue más que una quimera. 

El tiempo todo lo mitiga y la política también es arriesgarse aunque a uno lo llamen traidor, que es lo que hizo en su día la derecha con Zapatero y ahora vuelve a hacerlo con un Sánchez que es plenamente consciente de que lo que más le penaliza en los sondeos son lo que en el propio PSOE llaman las “malas compañías” dentro y fuera del Gobierno. Es decir, sus aliados. Unidas Podemos como socio de Gobierno. Y ERC y Bildu, con aliados parlamentarios. Las tres formaciones fueron la solución para que Sánchez llegase a La Moncloa y, con la vista puesta en las próximas elecciones, son ahora el problema para que siga en ella. La aritmética no daba para otra cosa y no dará tampoco el próximo diciembre cuando se vuelvan a abrir las urnas. 

Lo que poco se cuenta es que gracias al voto de esos que la derecha llama “enemigos de España” ha sido posible la protección social de miles de españoles frente a la crisis primero consecuencia de la pandemia y, ahora, de una guerra. Sin los votos de Bildu, por ejemplo, no hubiera sido posible ni mantener el pasado abril la rebaja del 60% de la factura de la luz, ni el descuento de 20 céntimos al litro de combustible ni la limitación a la subida de precios de los alquileres. Y tampoco la aprobación del Ingreso Mínimo Vital, los ERTE, la prestación por el cese de actividad para los autónomos y otras medidas recogidas en el llamado escudo social que se desplegó contra las consecuencias económicas del COVID-19.

Falta mucha pedagogía y algo de valentía para hacerla.

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