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Manuel Fernández-Cuesta, mi editor, mi camarada, mi amigo

Pascual Serrano

No sé si fue hace quince o veinte años cuando conocí a Manuel Fernández-Cuesta. Vivía entonces en Milán y cada vez que llegaba a Madrid repasábamos la actualidad pública de la política y la privada, Manuel, Mariano Asenjo –por entonces redactor-jefe de Mundo Obrero– y yo. Los tres con la complicidad de quienes se sentían libres y a nadie nada debíamos. Luego Manuel dejó Italia y vino a Madrid y acabó sustituyendo a Mariano al frente de Mundo Obrero. De Milán a jefe de Mundo Obrero, y seguía sintiendo y diciendo lo mismo.

Pero a Manuel le fascinaba más la palabra lenta y saboreada que las prisas del periodismo y se fue como editor a Debate. Desde allí me mandaba sus libros, el creía que los estaba promocionando pero en realidad me estaba formando: Fouché de Stefan Zweig; De brazos cruzados. El fracaso de la ONU en los conflictos internacionales, de Linda Polman; El libro negro de las marcas, de Klaus Werner y Hans Weiss; Todos los hombres del sha, de Stephen Kinzer; Mentiras y mentirosos. Una visión justa y ecuánime de la derecha norteamericana, de Al Franken.

Después saltó a la editorial Península y me propuso escribir un libro que ya forma parte inseparable de mi vida. Siguieron más, no me dejaba descansar porque sabía que era mucho lo que, desde nuestro compromiso, teníamos pendiente decir.

A Manuel le gustaba la historia porque sabía que era la única forma de interpretar el presente. Por eso se fue a instalar en el pasado adoptando la identidad de María Toledano, una anciana comunista que compartía sus recuerdos a través de sus columnas en rebelion.org primero y también en Mundo Obrero después. La Tole, como le gustaba llamarla, nos recordaba nuestra historia trágica, nuestros sueños comunistas, nuestros caídos, nuestra dignidad. Así estábamos obligados a estar a la altura. En rebelion.org le guardábamos el secreto, pero todos los años, en la fiesta anual del PCE en Madrid, cuando me encontraba con él, siempre se acercaba alguien a felicitarle por las columnas de la Tole.

La Feria del Libro de La Habana era otra cita que ninguno perdonábamos. Nos fascinaba un encuentro con los libros en los que no se hablaba de ventas ni de dinero, sino de contenidos y personas. Solo podía ser en Cuba.

Recuerdo el día que le presenté a Javier Ortiz y comimos los tres juntos. Qué orgulloso me sentí de poder reunir dos personalidades con tanta lucidez e ironía. Seguro que Javier le ha estado guardando un lugar en Jamaica, bueno, dos plazas porque Manuel va con la Toledano.

En las presentaciones de mis libros siempre dejaba claro que solo podían existir si la gente los compraba y así se lo decía al público. En cambio, cuando escribía sus columnas citaba y citaba libros, pero nunca los de su editorial por prurito comercial. Hace pocos meses le echaba yo en cara que hablara en su columna de Rodolfo Walsh y no citara uno de mis libros donde analizaba a ese autor y que él mismo había editado. Pensaba que precisamente los libros que él editaba no debía citarlos en sus columnas.

Nunca lo vi triste por trágicas que fueran las perspectivas del proyecto político que compartíamos, nunca lo vi paralizado por las dificultades o los problemas imprevistos que nos pudieran surgir, nunca lo vi desbordado por muchos compromisos inminentes que debiéramos enfrentar.

Dicen que murió en su casa la noche del martes (uno necesita varios días para creerse la muerte de las personas queridas). Teníamos tantos proyectos pendientes, tantas charlas planeadas, tantas tramas por poner en práctica, tantas palabras –habladas y escritas– por compartir.

Me da un poco de prurito escribir sobre Manuel teniendo como tenía tantos amigos queridos con mejor pluma que la mía, pero a veces no podemos negarle al corazón que hable. Una vez más Manuel ha conseguido que escriba libre, pero preocupado por si estoy utilizando las palabras adecuadas. Lo que más miedo me da es que, a partir de ahora, me va a costar mucho saber de qué tengo que escribir y qué tengo que leer.

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