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No puedo parar de escribir... puntos suspensivos…

Una ventana abierta.

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Un editor latinoamericano me dijo:

—¡Cómo os gustan a los españoles los puntos suspensivos! 

—Mmm… ¿Sí…? Pues no me había dado cuenta… 

Para ver si era cierto decidí escribir un texto y hacerlo en dos versiones. Una sin puntos suspensivos y otra con todos los puntos suspensivos que me pidiera el cuerpo. 

En la primera tuve la sensación de que las escenas que abre cada frase quedan cerradas y bien atadas. El punto y seguido no deja rendijas. No deja puertas entreabiertas. No deja nada que entrever. 

Sin puntos suspensivos, las intrigas están hechas con tiralíneas. Los suspenses no dejan ecos al final de la oración. Parecen misterios lacrados en una frase, cuando, en realidad, un misterio es algo etéreo.

En cambio, en la segunda versión, en vez de un texto, creí ver cine. Algunos puntos suspensivos me inquietaron mucho. Encontré tres pam… pam… pam… que alargaban la tensión de las frases. Vi tres plin… plin… plin… tan turbadores como un grifo que gotea. 

Los puntos suspensivos dejaban las puertas entornadas… con ese ruido de bisagra… que tanto miedo da… Y con esa lentitud… que da más miedo todavía…. que produce repelús… 

Incluso encontré puntos suspensivos que, en vez de tres, eran diez. Así: “Y entonces, con el cuchillo en la mano……….”. ¡Endiós, qué terror! En esa ristra de puntos veía un pasillo largo, con una luz al fondo. Sentía incertidumbre y desasosiego. Aunque sabía que esto a quien más horror daría es a la Ortografía, porque ella dice que son tres puntos y pare usted de contar. ¡Pero que le digan eso al que escribe emocionado y pilla el teclado con furor!

A los puntos suspensivos se les da muy bien el suspense, pero no es su único trabajo. También dicen frases sugerentes… Insinúan ideas… Plantean dudas… Lanzan pensamientos al aire para que otros sueñen. Es una forma de escribir para soltar. Es dejar una ventana abierta; saltar de un trampolín; poner al lector a volar en ala delta. 

Escribir unos puntos suspensivos también es meter un reloj en el texto. En cuanto los ves, tomas conciencia del tiempo. Tac, tac, tac… Un, dos, tres... Estos golpecitos sitúan el paso del tiempo en primer plano. Alargan los segundos; o los hacen incómodos. Introducen una pausa; o dibujan un silencio. Estiran una emoción; o la hacen más intensa.

Pero este signo, como el tocino: con moderación. Porque hoy lo escribimos que es una locura. Desde que llegaron los chats y la escritura digital, estamos desmadrados. Quizá porque somos gente de escritura gritona, que usamos muchas exclamaciones (!!!!!!), muchas interrogaciones (?????) y cuando nos ponemos a teclear, ¡es un repiqueteo!

Y lo que ocurre es que los textos llenos de puntos suspensivos acaban pareciendo una colcha deshilachada. Van… así… estirando las frases… arrastrando las palabras… despeluzando la puntuación… ¡una cosa mu fea y mu mal cosida! 

Aunque no somos los únicos que amamos este punteo. Los escritores del Romanticismo también se hartaron de usar los puntos suspensivos. Desbordados de añoranzas, ay… con esos suspiros tan sentíos que solo salen del alma, ay… les faltaban signos, ¡tinta!, ¡plumas!, para cantar sus males. Y como nadie les paró los pies, sus textos parecen caminos de Pulgarcito……..

Los románticos del XIX no tenían freno. Cuenta José Antonio Millán en su libro Perdón, imposible que la RAE aún no había establecido que los puntos suspensivos son tres y no más santo Tomás. Entonces el número de puntos era directamente proporcional a la angustia de la escena. Que el sufrir era llevadero, pues unos cuatro o cinco puntos. Que el sufrir era un no parar, pues diez puntazos que te planto.  

En una obra de teatro titulada ¡Un divorcio!, de 1848, escribieron: “¡Si él dejase de amarme!..... (ahí van ya cinco puntos). ¡Oh! Desechemos esta idea…. (aquí, cuatro). Para mí no hay en la vida más que el amor de Eduardo….. (otra vez cinco)”. 

Los románticos usaron y abusaron de los puntos suspensivos pero no fue invento suyo. Dice Millán que en la versión española de un tratado de Petrarca de mediados del XV, el traductor ya explicaba que los “…” eran “señal de suspensión”. Aunque en esa época Hernando de Talavera utilizaba otros signos con el mismo propósito. El confesor de Isabel la Católica dejaba las frases flotando de este modo: “.~”.Escribía un punto y una virgulilla en vez de los tres puntos. Hacía una ola, una onda, un rizo, un balanceo… Y tiene sentido porque la virgulilla da sensación de continuidad, de soltar las cosas al viento.

Los puntos suspensivos ponen drama a las palabras planas. Ponen música. ¡Ponen vida! Y misterio… intriga… insinuación… ¡Qué prisión serían las frases si no tuviéramos los puntos suspensivos para fugarnos por la ventana!

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