Un Nobel que da vergüenza ajena
El Comité del Nobel de la Paz estaba metido en un buen lío este año para conceder el galardón. Donald Trump, el presidente del país más poderoso de la tierra, había decidido que nadie lo merecía más que él. Proclamaba a los cuatro vientos que había resuelto siete conflictos bélicos en diversos puntos del planeta. Y en las horas previas al anuncio del premio había logrado imponer al Gobierno de Netanyahu y a Hamás un acuerdo sobre Gaza que, en el corto plazo, se traducirá en un alto el fuego tras dos años de infierno y en un canje de prisioneros. Una excelente noticia, sin duda. Otra cosa es que el “plan de paz” de 21 puntos llegue a materializarse y, más importante, que traiga una paz duradera a la región.
Pese a estos logros de Trump, el Comité del Nobel de la Paz seguramente era consciente de que premiarlo constituía una apuesta de muy alto riesgo, que podía tener graves consecuencias para el prestigio de la más que centenaria institución. Por una parte, el papel del presidente de EEUU en Gaza no ha sido precisamente pacifista, puesto que se ha mantenido de manera inequívoca del lado de Netanyahu mientras Gaza era devastada. Por otra, el sueño declarado de Trump de convertir a la franja en un “resort” de lujo no revela a una persona comprometida desinteresadamente por la paz.
Pero conceder el galardón a Trump resultaba problemático no solo por las dudas que subsisten en el tema de Gaza. El jurado habría tenido serias dificultades para justificar la designación como paladín de la paz a un personaje atrabiliario que está poniendo en riesgo la institucionalidad democrática de su propio país, que ha promovido una ofensiva de corte racista contra la inmigración, que ha declarado una guerra (sí: una guerra) comercial a medio mundo y que se salta por la torera la legislación internacional, como se está viendo en los bombardeos a embarcaciones en aguas del Caribe bajo la acusación de que transportan droga de Venezuela a Estados Unidos.
El comité del Nobel estaba en un serio aprieto. No era fácil enfrentarse a los caprichos del hombre más poderoso del mundo y a las presiones que, según informaciones periodísticas, estaba ejerciendo la Casa Blanca sobre los organizadores del premio para que se lo otorgaran al mandamás. En ese ambiente de alta tensión, el presidente del comité compareció este viernes a las 11.00 horas para anunciar la decisión del jurado: el galardón del 2025 era para –tachán, tachán– María Corina Machado “por su incansable labor para la promoción de los derechos democráticos de Venezuela y por su lucha para lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a una democracia”.
Es inevitable ver en la elección de Machado una pirueta para no dar el premio a Trump y, al mismo tiempo, otorgarlo a una persona que mantiene una excelente relación con el presidente estadounidense, que se identifica con sus políticas, que apoya su estrategia en Venezuela y, que, además, se encuentra en la clandestinidad debido a la persecución de que es objeto por parte del régimen de Maduro. Es indudable que Venezuela no es hoy un país democrático. Y que el chavismo se robó descaradamente las últimas elecciones presidenciales. Pero, si de lo que estamos hablando es de un premio que exalta la paz, hay que decir que Machado no se ha caracterizado por defender en todo momento una salida pacífica al laberinto de su país, en contra de lo que sugiere el acta del comité del Nobel. Aunque en los últimos tiempos ha atemperado, por razones pragmáticas, su posición favorable a un final por la fuerza del chavismo con el apoyo militar de EEUU, en una reciente intervención virtual en un foro en Panamá tras el bombardeo por las fuerzas estadounidenses de una embarcación que dejó 11 muertos, manifestó jubilosa que “falta poco” para la caída de Maduro.
El comité del Nobel tenía a mano opciones mejores para otorgar el galardón. Habría podido, por ejemplo, localizar a uno de los tantos grupos de israelíes y palestinos que, pese al clima imperante de odio, han seguido durante los dos últimos años luchando desde la marginalidad para mantener abierto un resquicio de entendimiento entre sus pueblos. Una apuesta así habría sido un estímulo para quienes han seguido creyendo sinceramente en la convivencia en unos tiempos en que nada parece invitar a ella. El jurado perdió esa oportunidad y optó por sacarse un as de la manga que posiblemente atenuará el enfado del presidente Trump por no haber sido reconocido como el gran mediador en los conflictos del mundo, pero que no responde a las características que se esperan de un apóstol de la paz.
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