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¿Pagar impuestos? ¿Para qué?

Manuel Lagares encabeza el grupo de expertos nombrado por el Gobierno para la reforma fiscal. EUROPA PRESS

Economistas Sin Fronteras

José Manuel García de la Cruz —

Una vez más, otro Gobierno reconoce su incompetencia y su desdén hacia las capacidades de los técnicos de la administración del Estado para abordar un problema que debiera de haber tenido, al menos, una aproximación a su solución en el programa de Gobierno del candidato electoral. Se trata de la reforma fiscal y el grupo de expertos nombrado sin consenso por el mismo e incompetente gobierno.

Se trata, sin duda, de un asunto complejo, pero habrá que estar de acuerdo en que la perspectiva con la que se abordan los problemas determina su solución. A nadie se le ocurre construir un edificio para poner grifos, y menos aún a convocar al fontanero para que, como experto en grifería, diseñe el edificio. Y de eso se trata: de construir el edificio de la fiscalidad sobre la que organizar la acción pública y política. Mal hemos empezado, hoy hablamos de grifos, ladrillos y hormigones, y después, mañana, entusiasmados por la calidad de los materiales, justificaremos el edificio. Cuando es obvio que un corral necesita de unos materiales diferentes a los de una vivienda. Y, así, la reforma planteada es un engaño, como muestra el argumentario con el que acompañan su defensa algunos de los propios expertos -habrá que señalarles como los más interesados en que el edificio responda a su entender arquitectónico-, que distan de los tradicionalmente atribuidos a fiscalidad.

Sin duda y sin ironía, los expertos conocen sobradamente los criterios que fijó Richard A. Musgrave acerca del presupuesto óptimo. Así, sería el que facilitase la estabilidad y el crecimiento económico, mejorara la distribución de la renta y la riqueza y contribuyera a la más eficiente asignación (usos) de los recursos disponibles. Es cierto que las propuestas de Musgrave datan de los años sesenta y fueron hechas en un contexto de alta soberanía económica de las economías desarrolladas, escasa movilidad de capitales alrededor del mundo y, por tanto, fuerte capacidad fiscal de los gobiernos nacionales que sostuvo el estado de bienestar.

Sin embargo, hoy la movilidad de capitales está cuestionando la soberanía nacional, generando lo que Dani Rodrik ha bautizado como “paradoja de la globalización” o incompatibilidad entre objetivos particulares de política nacional y los propios de la competitividad internacional. Pero, ¿ello conlleva necesariamente olvidar los principios iniciales? La respuesta es no.

Es obvio que la competencia internacional exige la mejor asignación de los recursos productivos, única garantía de mejora de la productividad; pero, igualmente, las sociedades más prósperas son las más eficaces en la resolución del problema de la equidad económica (distribución de la renta y de la riqueza) y en la garantía de la estabilidad y el crecimiento económico. Esto no evita las crisis, pero la cohesión social ha demostrado su importancia para afrontar exitosamente los retos globales (países nórdicos, Corea del Sur, Holanda, etc.).

Cabe preguntar, igualmente, si los problemas de la fiscalidad española no incluyen otros específicos, y en este sentido, la respuesta es afirmativa. Especialmente se pueden señalar cuatro: es insuficiente, es regresiva, no es transparente y la descentralización no es precisamente óptima. Es cierto que la reforma es necesaria y debe de contribuir a resolver la crisis de la economía española y sentar las bases para el crecimiento generador de empleo.

De lo difundido de las propuestas, cabe señalar que incluyen menos presión fiscal por el IRPF, menos impuestos sobre los beneficios empresariales, nada de impuestos sobre patrimonio (gravar a las grandes fortunas, y no olvidemos que un compatriota ya disputa un puesto entre los más ricos del mundo, ni se contempla), pero sí sobre la vivienda habitual, como si esta no fuera el patrimonio (y único) más generalizado, más IVA y menos deducciones con carácter general. Aparentemente, todo muy técnico y hasta neutral.

Aquí empieza el problema. ¿Quién encargó que la fiscalidad fuera neutral?, ¿Qué es neutral? Los expertos identifican neutralidad con igualdad. Iguales significa que el IVA es igual para todos, sin considerar la diferencia entre consumir pan o comprar un coche, igual es poner la fiscalidad sobre sociedades según la soportada por los que menos pagan, sin entrar en los motivos por los que las Pyme pagan un 20% de sus beneficios y las multinacionales un 8%. En ambos casos, el argumento se agrava porque se acompaña del supuesto respeto a la “igualdad de trato” entre consumidores y empresas. Y, ¿por qué se evita la igualdad de trato entre rendimientos de capital y rendimientos del trabajo a favor de los primeros? ¿Es esto neutral?

Sin duda, los expertos saben que las propuestas no son equilibradas, sino todo lo contrario (son expertos), pero lo ocultan. Porque en la abundancia de los cambios (de grifería) se crea confusión y se esconde la trampa, el engaño. Se llega a defender que los impuestos indirectos no son regresivos, ya que, dicen, son neutrales; como se defiende que “hay margen” para aumentarlos. No solamente se lleva la contraria a la tradición más consolidada dentro de la teoría de los impuestos, sino que, además, se apuesta por que ganen aceleradamente importancia como fuente de financiación del gasto público. En estos momentos aportan en su conjunto (IVA, impuestos especiales y otros) algo más del 54% del total de los ingresos impositivos del conjunto de las administraciones. Y en la recaudación sobre beneficios empresariales, ¿no hay margen? (recuérdese que los tipos son del 30% para las pymes y del 35% para las grandes empresa y se recauda en promedio, aproximadamente, el 11%)

Pero más profundos son otros asuntos relacionados con la arquitectura. Entre ellos, uno, relativo al modelo de crecimiento económico y, otro, a la organización del Estado.

En relación con el modelo de crecimiento, se apuesta por la denominada “devaluación fiscal”. ¡Oh! ¡Qué descubrimiento! Resulta que la economía española debe de ser competitiva y para ello nada mejor que suprimir las cargas sociales (que forman parte de los costes laborales) y sustituirlas por el IVA, que es descontado en las exportaciones. ¿Qué importancia tiene el hecho de que los salarios se hayan reducido más de un 10% en los últimos cinco años? ¿Qué importa que la productividad haya aumentado un 12% en el mismo periodo? ¿Qué relevancia tiene que los salarios en algunas innovadoras “oportunidades laborales” no garanticen un sueldo digno?

Lo importante es ser competitivo. Y aquí surgen tres cuestiones. La primera, ¿no se dan cuenta de que la subida del IVA encarece los precios internos y esto frenará la expansión de la demanda y desincentivará el turismo? La segunda, se dice que así se creará empleo. ¿Qué empleo? ¿Alguien se cree que, con el esfuerzo tecnológico de las empresas españolas, la imposibilidad de modificar el tipo de cambio o la dependencia energética de nuestro sistema productivo, las exportaciones serán capaces de crear empleo suficiente? Nadie que sea sincero. Y la tercera, si se gana competitividad gracias al esfuerzo de los trabajadores y consumidores, ¿quién se debe beneficiar de los resultados? ¿Solo las empresas? ¿No sería, por tanto, más equitativo -igualitario- que se mejorara el control sobre el cumplimiento de las obligaciones fiscales de las grandes empresas, sobre todo, y el conjunto de negocios, en vez de favorecer sus beneficios a costa del conjunto de la sociedad que realiza los sacrificios? La devaluación fiscal lo único que puede generar es empleo más barato todavía. Y todo para que las grandes empresas no sientan la tentación de deslocalizar sus actividades. Da pena pensar que la fiscalidad se ponga al servicio de la “vía bengalí al desarrollo”.

El otro asunto es el relacionado con la financiación de las comunidades autónomas y ayuntamientos. Sorprende que, habiendo un consenso político sobre la necesidad de construir un modelo con aspiraciones de estabilidad, que aborde la financiación de estas administraciones, se pase por alto este tema. Más aun, las propuestas parecen ir en la dirección contraria a las demandas de los responsables autonómicos y locales, y suprimen la limitada autonomía fiscal. Seguramente la idea no sea desacertada, pero para que no lo sea, debiera de acompañarse de propuestas que favorezcan el consenso, callen las reclamaciones de desigualdad fiscal y contribuyan a la cohesión territorial. El que esto último no se haga, lo único que hace es alimentar las sospechas sobre el riesgo de reducción de la financiación de las comunidades autónomas y de los ayuntamientos, cuestión extremadamente grave, en tanto que son estas administraciones las que prestan los servicios públicos fundamentales: educación, sanidad, dependencia, seguridad de proximidad, etc.

Los españoles merecemos objetivos algo más ambiciosos que la mera mejora de la recaudación posible. Todavía la recaudación en España se sitúa en el 31% del PIB, frente al 39% de la eurozona (datos de 2011). Mientras, ocupamos lugares de privilegio en cuanto a evasión de impuestos, fraude fiscal y economía sumergida. Lamentablemente, las propuestas suenan a premio (otro más, después de la amnistía fiscal). Piense para quién. En un segundo tendrá la repuesta.

Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.

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