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Una papilla turbia

Representación de la justicia

Elisa Beni

Antaño estudiante de historia, siempre me pasmaban las causas que precipitaron los acontecimientos más prodigiosos que a lo largo de los siglos ha producido este país. Quizá demasiado corta de edad, no terminaba de asimilar por qué a aquellos tipos les dolía tanto España o cómo los que pensaban lo mismo se fragmentaban en sopas de siglas difíciles de diferenciar. Como aprender es comprender, a veces se hacía muy cuesta arriba memorizar aquellos desarrollos ininteligibles de pasiones y malentendidos que parecía fácil solucionar con la perspectiva de los años. Daban ganas de plantarse en aquel siglo y aclararles a gritos qué estaban haciendo mal y las consecuencias terribles que aquello tendría.

No pensaba entonces hasta qué punto el periodismo y la realidad me iban a hacer revivir aquellas historias que hacen la Historia. Cuando observo estos días la papilla turbia que se desliza por las mentes y los folios, por los tuits y las ondas, percibo retazos de viejas páginas aprendidas. Veo cómo somos incapaces de separar las emociones de las realidades y cómo algunos lo aprovechan en su beneficio. Me duelo de la incapacidad de mantener conversaciones o debates productivos porque no hay una posibilidad intelectual de centrarse en cada uno de los problemas y dirimirlos hasta poder pasar al siguiente. Muchos argumentos, algunos realmente inanes, son como un vómito regurgitado por espasmos funcionales que nada tienen que ver con la razón. Ya decía Ortega que “no es la menor desventura de España la escasez de hombres dotados con el talento sinóptico suficiente para formarse una visión íntegra de la realidad nacional donde aparezcan los hechos en su verdadera perspectiva, puesto cada uno en el plano de importancia que le es propio” y como si de un vidente se tratara completaba la idea afirmando que “no puede esperarse ninguna mejora apreciable de nuestros destinos mientras no se corrija previamente ese defecto ocular que impide al español medio la percepción adecuada de las realidades colectivas”.

Y ahí seguimos. El filósofo no conocía aún el campo que las redes sociales abrirían a la expansión incontrolada y espasmódica de tales males. No contaba con el refinamiento que la posverdad y los bulos amañados añadirían. No sabía de los bots de Putin y su afán por desestabilizar el continente con el uso de hackers. Todo es una turbia papilla que no tiene nada de inocente. Si se emplean argumentos cincelados en la confusión, como que defender el Estado de Derecho es estar con Rajoy, o que recordar que la democracia está condensada en las normas y procedimientos para ejercerla y que violentarlos es destruirla es ser un fascista; sólo vuelve a mi cabeza una y otra vez la caracterización que Orwell hizo del pensamiento nacionalista marcado, según él, por la obsesión, la inestabilidad y la indiferencia frente a la realidad: “Para ellos las acciones son buenas o malas no por sus méritos sino según quien las lleve a cabo”, escribía en 1945 en un ensayo el autor de “Homenaje a Cataluña”.

Lo más grave de lo que sucede es contemplar el nivel de degradación del diálogo público, la facilidad para confundir los términos, la indigencia intelectual e ideológica de los que pretenden convencernos, a base de martillearnos el cráneo, de que España no es una democracia, de que no existe el Estado de Derecho o de que existe actualmente quien sufra una represión parecida a la de una dictadura. Me cabrean y no voy a dejar de decirlo. Es como lanzar esputos al cielo. Uno empieza con las metáforas y acaba creando una confusión de términos y conceptos en la que todo se devalúa. La pérdida de valor de las palabras es el primer paso para la dilución de los conceptos y, cuando estos se disuelven, ya estamos preparados para volver a repetir los errores.

Los que me siguen en estas columnas saben que no me ha temblado la tecla para denunciar cada acción de ataque por parte del poder político a la división de poderes o al Estado de Derecho. ¿Y saben por qué lo hacía y lo haré? Porque tales ataques son hechos concretos y puntuales que alteran la calidad de ese Estado de Derecho que existe indubitadamente. ¡Pobres desgraciados aquellos que claman convencidos y contentos que no vivimos en un Estado de Derecho, que esto no es una democracia! Espero que no les despierte de su sueño estamparse de bruces contra la verdadera falta de libertades. Yo sólo viví diez años de mi vida en una dictadura pero todo era tan negro y tan oscuro y tan frío y tan triste que hasta siendo un niño eras perfectamente consciente de la pesada mortaja que te cubría.

Lo que más me desasosiega del momento que vivimos es, precisamente, la certeza de que el Estado de Derecho no puede sucumbir en una esquina y permanecer en el resto. Si se produjera la quiebra, si la legalidad democrática no fuera capaz de prevalecer, todo el sistema de convivencia de los españoles saltaría por los aires e, incluso, un grave problema se añadiría a una Europa que observa inquieta cómo las legalidades de varios países están siento atirantadas.

Espero que me perdonen los soberanistas catalanes pero a mí que con sus barretinas o con las txapelas de mis ancestros sigan camino con nosotros o sin nosotros no me conmueve el alma. Tengo mi idea, claro que sí, y prefiero que sea juntos. Si finalmente, y mediante medios lícitos y verdaderamente democráticos el futuro fuera otro, eso no me perturba. Ahora bien, lo que me consume es la certeza de que la legalidad democrática no puede ser violada sin que todos suframos unas consecuencias imprevisibles.

Entretanto sigo sintiendo la papilla viscosa y fría resbalar sobre nuestra vista. Esa vista que, permanentemente nublada, se mantiene ajena a los hechos de un mundo que sigue en desasosegante movimiento mientras nosotros sólo miramos nuestro turbio ombligo.  

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