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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Podría ser previsible, pero es horrible

Los primeros pacientes de Ifema pasan la noche en el recinto ferial

Carlos Elordi

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Los datos que se han publicado este jueves sobrecogen por su rotundidad. El drama sanitario sigue intensificándose sin freno y la caída del empleo asusta al más entero. Los expertos dicen que esas cifras eran previsibles. ¿Y de qué valen los cálculos sobre el desastre cuando no hay pronóstico alguno de cuándo va a terminar? La capacidad de resistencia de la ciudadanía empieza a ser puesta a prueba y el único contrapeso a las inquietudes que eso puede provocar es que no hay alternativa a lo que se ofrece, al confinamiento y a la perspectiva de que se vayan resolviendo los problemas de funcionamiento que sufre la sanidad. No queda otra más que apretar una vez más los dientes.

Con un problema psicológico adicional. El de que ya no hay duda alguna de que cuando la epidemia empiece a estar controlada, los españoles nos encontraremos con un país económica y socialmente devastado. Eso no anima precisamente a resistir, pero es la previsión unánime de los expertos: los casi millón y medio de puestos de trabajo destruidos o seriamente puestos en riesgo en el mes de marzo –si a las bajas en la Seguridad Social se suman los ERTE– podrían ser muchos más en el mes de abril.

Ese designio parece inevitable y sirve de poco consuelo que las previsiones para los países de nuestro entorno, Estados Unidos incluido, sean similares o peores. Por no hablar de las negras perspectivas que se están delineando en Latinoamérica. Mientras el coronavirus siga destruyendo vidas, la economía, la producción y el consumo, va a seguir empeorando. Lo dicen todos los expertos. El dinero, que lo hay y mucho, en el mundo y en España, no se va a mover mientras el drama sanitario siga activo. La pregunta, que por el momento nadie se atreve a plantear abiertamente, es si las estructuras financieras, los bancos y todo lo demás, van a resistir el embate. Hay algún optimismo al respecto, pero también bastante preocupación. Y la imparable caída de las bolsas no es el mejor dato para animar los espíritus.

Falta, por lo tanto, un mínimo de cuatro o cinco semanas para empezar a actuar seriamente en algo distinto que no sea la epidemia y cómo atajarla. Aunque no estaría mal que mientras tanto las instituciones supranacionales, y a la cabeza de ellas la Unión Europea, llegaran a acuerdos sobre cómo sus miembros deben afrontar juntos las ingentes tareas de recuperación que les esperan. Con una amenaza sobrevolando sobre ellas: la de que, si fracasan y el nacionalismo se impone a la solidaridad entre naciones, esas instituciones habrán perdido su razón de existir y terminarán desapareciendo.

Todo eso, y algunas otras cuestiones profundas, se están jugando en estos días. Pero ahora lo que nos importa de verdad es que en nuestro país se puedan doblegar las fatídicas curvas del crecimiento del número de casos y de fallecimientos. Y ahí, en un terreno tan concreto y horripilante surgen demasiadas cuestiones que aún no tienen respuesta.

Éstas son algunas de ellas: ¿por qué en España mueren más personas que en el resto de los países, seguramente incluido Italia para periodos de tiempo idénticos?; ¿tienen la culpa de ello las precarias condiciones de muchas residencias de mayores, privatizadas y abandonadas a su suerte por los gobiernos autonómicos?; ¿o es que los récords de esperanza de vida de los que se ha alardeado hasta hace poco escondían una gran vulnerabilidad sanitaria de nuestros longevos ancianos? O lo que sería aún peor, ¿es que el colapso de las UCIs impide atender adecuadamente a muchos que podrían salvarse?

Siguiendo esa línea: ¿es factible una operación de envergadura para trasladar pacientes en situación grave a UCIs de otras regiones que estén menos congestionadas? ¿Hay impedimentos insuperables por culpa del egoísmo de algunas autoridades autonómicas? ¿Hay medios técnicos adecuados y suficientes para realizar esos traslados en condiciones adecuadas?

Y más en ese mismo territorio: ¿tiene el Gobierno intención, y capacidad, para contratar médicos extranjeros especialistas en el trabajo en las UCIs, visto que, según distintas fuentes, los que hoy hay en la sanidad pública prácticamente han superado el límite de su capacidad operativa, también reducida por los muchos contagios que se han producido en ese personal?, ¿por qué no se están utilizando las UCIs de la sanidad privada, en donde, según exponentes de ese sector, hay en estos momentos 2.000 camas de ese tipo que están vacías?, ¿es eso cierto?, ¿hay médicos para atenderlas?

Y por último, ¿por qué no llegan al sistema sanitario, desde el extranjero o desde el sistema productivo español, los tests que hacen falta para delimitar la expansión real de la epidemia y para tomar medidas de control específicas y realmente eficaces? ¿Qué está fallando en este capítulo y por cuánto tiempo va a seguir haciéndolo? Según algunas hipótesis, que como todas las demás hay que coger con pinzas, visto el estruendoso fracaso que han sufrido la mayoría de los pronósticos, en España podría haber más cinco millones de personas contagiadas que no presentan síntomas o que éstos son muy leves. Esa es la mayor amenaza para nuestro futuro inmediato y mientras no se identifique a esas personas y se las aísle adecuadamente la epidemia seguirá creciendo.

En definitiva, que está muy bien que la curva del crecimiento del número de casos haya reducido su pendiente. Pero lo está haciendo con demasiada lentitud: un 7,9% es el último dato, cuando en Italia hace diez días estaba en algo más del 5%. Por eso, y aunque nos lo repitan cada hora, no es un dato que aliente sólidamente la esperanza.

Está claro que hay muchos motivos para dudar sobre cómo se están haciendo las cosas. Sin menoscabo del empeño que están poniendo todos los muchos que están implicados, de una u otra manera, en la lucha contra la epidemia. Y con una reflexión final: Pablo Casado y los suyos no lo iban a hacer mejor. De Vox, mejor no hablar.

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