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La primera dama torturada

Susana Higuchi, junto a su hija, Keiko Fujimori, en 2016.r. EFE/ Ernesto Arias
9 de diciembre de 2021 22:06 h

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Ya sabemos el papel al que la historia ha condenado a esas mujeres que se casaron con tipos cualquiera que luego consiguieron un nuevo trabajo, como ser presidentes de un país. En Perú, cuando no han tenido papeles subordinados o sombríos, las primera damas han pagado muy caro su protagonismo con acoso y lapidación pública. Incluso con tortura y sangre. 

Acaba de morir la que fue la primera dama defenestrada, la primera dama psiquiatrizada a la fuerza, la primera dama torturada del Perú. Y, ojalá, la última. La que fue despojada en un solo día de palacio de gobierno, de su cargo y de sus cuatro hijos. Un marido puede ser un dictador, pero si además se convierte en el dictador de todo un país la cosa se pone aún más oscura. Y ella no pudo callar, no supo, no se lo permitió. 

Susana Higuchi ya era ingeniera cuando se casó con Alberto Fujimori. Lo acompañó posando como abnegada esposa durante la campaña en la que él se montaba a un tractor y prometía, con una sonrisa, honradez, tecnología y trabajo, o sea todo de lo que carecía. 

Puede que un esposo no cumpla, pero cuando no le cumple a todo un país entonces la cosa se pone aún más fea. Y ella tuvo que contárnoslo. Lo hizo días antes de que su marido anunciara en televisión que disolvería el Congreso y concentraría todo el poder con un autogolpe. Pero primero la disolvió a ella. 

Los niveles de desacato a los que llegó Susana denunciando los actos de corrupción de su propio marido y de la familia de éste se han quedado prendidos en el periódico mural de nuestro corazón para siempre. Yo tenía 17 años y todavía la recuerdo, pequeña y quebradiza, con todas las grabadoras y micros apuntando como espadas hacia su cara y ella contando valientemente en directo cómo su familia política desviaba millonarios fondos de donaciones que debían haber llegado a niños pobres. Fue el primer indicio de la descomunal podredumbre que generarían durante una década su marido y su compinche, el asesor de inteligencia Vladimiro Montesinos. Fue él quien se encargó de que sufriera las represalias que Alberto planeó para ella. 

Primero la encerraron en palacio como a una princesa desobediente. La estrategia era intimidarla, dejándola a veces sin luz para provocarle terrores. Susana llamaba a la prensa para denunciarlo: “no me deja salir, estoy arrestada por orden de mi esposo”. Un marido puede encerrarte sin que nadie haga nada para impedirlo, pero si secuestra a todo un país va a haber guerra. Y la hubo. Y duraría muchos años.

Mientras tanto, Higuchi fue llevada al edificio del Servicio Nacional de Inteligencia (SIN), dirigido por Montesinos, y ahí se le aplicaron duras sesiones de electroshocks. Denunció las torturas, pasó por la trituradora mediática montesinista y le ocurrió lo que a tantas mujeres disidentes en la historia, fue acusada de histérica, de manipuladora, de mentirosa y de loca. Pero ni el robo de su libertad, ni el de su salud, nada se comparó al robo mayor: “Me robó el cariño de mis hijos durante muchos años”, declaró a la prensa. Keiko –la que nos pidió en Twitter rezar por ella hace unas semanas y que ayer anunció la partida de su madre tras años de lucha contra el cáncer– se posicionó en su contra y reemplazó en el cargo de Primera Dama a la torturada, para ponerse al lado del torturador, su padre. De ese lugar Keiko no se ha movido, pese al acercamiento madre e hija de los últimos años, ni de sus intentos de destruir la democracia en el Perú. Susana, por su parte, perdió mucho, pero al menos se fue de este mundo celebrando navidades con sus nietos. 

Recuerdo que cuando Alberto Fujimori llegó al poder Susana parecía una mujer discreta pero enfática, llamaba la atención su manera de hablar pausada y contundente, no tenía ninguna ínfula y expresaba una feminidad no normativa. Era carismática, y al parecer al dictador tampoco le gustaba eso. Años después la veíamos, tras la violencia y los castigos físicos y psicológicos recibidos convertida en un ser debilitado, titubeante, pero nunca vencida. Hasta intentó postular a la presidencia para ganarle a él, pero Fujimori creó una ley, la Ley Susana, para impedírselo. Por eso en el 2000 ella estuvo en la rueda de prensa donde se presentó el primer vladivideo que probaba los crímenes de Alberto y Vladimiro, así que puede decirse que participó hasta el final en la caída de la dictadura del que había sido su marido. Un marido puede caer, pero cuando cae para todos nosotros entonces hay que salir a la calle a celebrarlo. Y eso hicimos.

En esos convulsos años de mediados de los 90, cuando decidió separarse de Alberto, Higuchi dijo algunas cosas importantes, dijo que siempre que había intentado hablar con Fujimori recibía “como respuesta solamente el silencio”, y también que de poder hablarle le diría que “la democracia empieza por casa y a través del diálogo”. 

Ella, al menos, se divorció, pero aún muchas y muchos pensamos que mientras sigamos con la constitución que parió el golpe de su marido no nos habremos liberado del todo. Inspíranos desde el cielo, Susana.

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