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La representación como motor democrático: es ahora

Víctor Alonso Rocafort

En las tomas de posesión de los nuevos ayuntamientos hemos observado con perplejidad cómo por vez primera en esta crisis las multitudes se han agrupado para aplaudir y corear a sus políticos. La desafección ha quedado a un lado y en determinadas plazas se ha escuchado un grito inédito: “Que sí, que sí, que sí nos representan”.

Candidaturas formadas en gran parte por activistas que en los últimos años han participado de las luchas estudiantiles, contra los desahucios, de las mareas y de la indignación general, han obrado lo que parecía imposible. Algunos eran reacios a la representación institucional, defensores de un tipo de democracia más directa y asamblearia. Ahora dan el salto a la representación y es aquí donde se plantea un reto apasionante.

En los últimos años la teoría democrática de corte más académico ha experimentado un giro a la hora de abordar la representación política. Tradicionalmente había sido habitual oponer representación a participación, una discusión también muy enraizada en el debate sobre si el liberalismo podía ser democrático. Hoy ya podemos separar estas discusiones.

A partir de la obra de autoras como Jane Mansbridge o Nadia Urbinati se defiende que el proceso que puede poner en marcha el instante de la elección popular, más allá del rígido esquema de la rendición de cuentas contractual, es capaz de generar democracia. Una vez se concibe que la participación ciudadana ha de colaborar con la representación —en lugar de competir en un juego de suma cero—, se retoman también las tesis de Melissa Williams y de Iris Marion Young para resaltar que la antítesis de la representación no es tanto la implicación del demos en política como la exclusión.

Lo que hoy se está superando, aquello que Urbinati y Mark Warren denominan el viejo estándar de la representación, es que las elecciones y la rendición de cuentas en torno a la exclusiva relación entre representante y representado supone el punto central alrededor del cual gira todo.

Ahora ya sabemos que antes de cada elección se produce una intensa comunicación deliberativa. Se da una interrelación marcada por los aprendizajes mutuos, capaz de quebrar el modelo de independencia aislada del representante todavía dominante. Se trata así de desafiar la imagen del representante sabio, experto, aquel aristócrata natural de la política dibujado por Edmund Burke, un ser superior al representado en inteligencia y prudencia, capaz de conocer mejor que sus electores sus propios intereses. Este es un modelo incompatible con una política de aspiraciones democráticas.

Desde la visión de Mansbridge los representantes son seleccionados como empleados por sus electores, no son “los jefes”. El aspirante al puesto no debe mentir sobre quién es en realidad, debe ser receptivo a una comunicación bidireccional y debe demostrar que el sentido que se comprometió a imprimir a su rumbo político en el período pre-electoral permanece estable.

En esta propuesta, en lugar de enfatizarse las sanciones correctoras mediante un mandato delegado casi diario difícil de articular, se entrega la función representativa a quien se piensa que puede realizarla de manera sensible hacia lo público, desde un compromiso y una posición política determinados. El énfasis en la selección —refinada, por ejemplo, en procesos como las primarias— y no tanto en la sanción, posibilita que más personas se animen a entrar en la vida pública. Y que lo hagan además de manera cercana, confiable, a los representados.

El nuevo “empleado” gozará por tanto de cierta libertad de juicio durante su mandato, sí, pero a la vez la capacidad por parte del elector para cambiarlo si traiciona su confianza ha de ser amplia y frecuente.

Descendiendo de la teoría a nuestras preocupaciones actuales podemos pensar que si, producto de esta amplia deliberación previa durante la selección, se despierta una demanda ciudadana compartida por tener activistas de ruptura en las listas, será un contrasentido pedir dimisiones por acciones políticas pasadas. Aunque haya condenas judiciales. La transgresión suele ser un elemento esencial de etapas de protesta y apertura democratizadora. La desobediencia civil pacífica, por norma, incumple leyes.

Por otra parte, si se ejecuta alguna acción de gobierno fuera de programa que despierta amplia oposición, nada como el que la ciudadanía tenga en su mano el instrumento de los revocatorios. Ahora bien, el cuándo, el cómo y el quiénes deciden es aquí lo complicado –¿inscritos en primarias?, ¿electores?, ¿censados?, ¿vecinos?, ¿con qué quórum y garantías?–. Aquí puede aprenderse de la experiencia latinoamericana para minimizar efectos perversos.

Lo que parece cada vez más claro es que, como a distintos niveles en el tema de las rotaciones, la convocatoria ciudadana de consultas, referendos, iniciativas legislativas, como en los vetos populares de leyes o en las auditorías ciudadanas, resulta ineludible pensar la manera de articular todo esto a día de hoy. Y no perdamos de vista que el enriquecimiento de la cultura política, la conformación de una nueva ética cívica, ha de acompañar a todo proceso de democracia directa que quiera llegar a buen puerto.

Tampoco deberíamos exigir, a la manera de Rousseau, que nuestros representantes tengan que ser cuasi divinos al estilo del Gran Legislador. Precisamente el rebajar las barreras de entrada está provocando que ciudadanos que ni imaginaban verse en primera línea política hayan de rendir cuentas, no ya por lo que hacen en sus cargos, sino también por lo que son o han sido. E incluso por desafortunados aspectos puntuales rescatados de biografías demasiado humanas. Y ahí debemos aprender a calibrar.

En la pregunta sobre el quién de la representación, Hanna Pitkin incidió en su momento en que a menudo se pide a los representantes que se parezcan a sus representados en aspectos como el género, la clase, la etnia o nación, la orientación sexual. Si los representados logran elevar al Parlamento a representantes de su misma identidad, se piensa, sus intereses quedarán a salvo. Sabemos que no siempre sucede, pero no podemos negar que aumentan las posibilidades.

Conectado a esta discusión, el problema que autoras como Williams o Young encuentran en el modelo representativo liberal es que grupos marginalizados quedan a menudo excluidos de la representación, tanto en el ámbito descriptivo como en sus demandas e intereses. Precisamente en España esta nueva perspectiva puede ayudarnos ahora que se empieza a recalcar el papel protagonista que han de jugar, no solo las mujeres en las listas cremallera, sino también sectores empobrecidos por la crisis y ampliamente despolitizados. El que en este sentido el consistorio madrileño tenga al fin una mujer inmigrante como concejal es una excelente noticia, aunque quede mucho por recorrer.

Otra forma de acercarnos a la evaluación de la representación política según el viejo esquema ha consistido en estudiar el cumplimiento de las promesas electorales. Aquí ya dejamos de preguntarnos por quién es el representante para empezar a fijarnos en las acciones que realiza de acuerdo al programa que públicamente suscribió.  

Mansbridge incide en la mirada anticipatoria con la que el representante trata de agradar al electorado no solo cumpliendo el programa –que no ha de entenderse como meras sugerencias, cuidado–, sino también atendiendo a la contingencia cotidiana y a la expectativa de una próxima convocatoria electoral.

En esta representación anticipatoria diversos actores, más allá del par representante-representado habitual, entran con fuerza en escena. Aparecen entre otros los medios de comunicación, los grupos de presión, los movimientos sociales y los propios partidos. De esta compleja interacción en conflicto, de las interpelaciones que allí se dan, surge el cuestionamiento y la clarificación de las acciones del representante.

En tiempos de redes sociales y de sucesión trepidante de acontecimientos algo de esto ya sabemos. La situación comunicativa de partida sigue siendo ampliamente desigual, pues a nadie se le escapa que el representante político, los dueños de los medios o la élite burocrática al mando de un partido parten con mayor capacidad de influencia que cualquier elector u organización de base. Los últimos acontecimientos en Madrid vuelven a revelar también que la televisión y el papel siguen siendo Poder con mayúsculas.

Si asistimos a la manipulación del electorado, al ocultamiento o a la fijación unidireccional de esta agenda, estaremos ante otra falla democrática de la representación. Pero si cada vez con más experiencia lo evitamos, si el reparto de contrapoder político va acompañado de nuevas posibilidades de enunciación y decisión ciudadana, poco a poco iremos logrando que la representación política se convierta en la semilla de un proceso realmente democrático.

Aquí es donde la participación a nivel local puede ser la punta de lanza de otra forma de entender la representación. La escala es mucho menor que en otros niveles como el autonómico o estatal. Asimismo las actuaciones se pueden dividir en distritos, lo que hace todavía más manejable la empresa, pues además de mayor posibilidad de convocar audiencias públicas o de establecer un estrecho contacto con grupos intermedios, a esa escala se puede empezar a conformar consejos ciudadanos. Los presupuestos participativos se revelan como algo imprescindible, que acumula ya décadas de experiencias y que podrían ser un primer paso en esta línea.

Transformar los partidos y los equipos de gobierno, saber adecuar un canal para que los movimientos sociales puedan tener una incidencia real en las políticas a desarrollar, donde su experiencia y sabiduría práctica de años redunde en beneficio de las políticas de vivienda, agua, medio ambiente, participativas o educativas de la ciudad, es otro reto pendiente.

La deliberación –entendida esta desde las críticas al modelo teórico inicial que se han dado estos años– tiene así la posibilidad de escapar del recinto parlamentario donde malvive para enriquecer la política en la ciudad. El derecho a voto ofrecería finalmente la posibilidad de poner en marcha un motor democrático, desbordando las costuras de un régimen donde la oligarquía ha ganado la partida los últimos años.

En unos días en que precisamente la representación más oligárquica parece haber impulsado una ofensiva contra ayuntamientos como el de Madrid, tanto esta como otras grandes ciudades con gobiernos de ruptura tienen la oportunidad de responder con audacia, contraponiendo una ilusionante agenda constructiva a la destructiva de los grandes poderes, ejerciendo con decisión aquella representación auténticamente democrática en la que tantos confiamos. Es ahora.   

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