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Más Estado social y menos Estado penal

Prisión de Córdoba

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Cuando en un debate se parte de premisas falsas, sus conclusiones nunca pueden resolver el problema, igual que no podremos abrocharnos bien la camisa si nos equivocamos con el primer botón. Eso es lo que ocurre con la desenfocada discusión actual sobre las penas de la llamada ley del solo sí es sí. La crispación colectiva tampoco es un escenario idóneo para deliberar sobre cuestiones complejas, porque la ofuscación suele causar ceguera mental.

La premisa errónea en esta polémica es que habrá menos delincuencia si endurecemos más las penas. Se trata de un axioma abiertamente falso. En las sociedades democráticas sucede todo lo contrario. Los países que aplican penas muy duras y escasa intervención social presentan niveles de delincuencia muy elevados, como ocurre en Estados Unidos. Al contrario, las democracias más avanzadas cuentan con penas proporcionadas, más bajas que las españolas, como sucede en Dinamarca: sus niveles de criminalidad son muy inferiores, porque saben que lo más relevante no son las penas, sino los mecanismos de acción social. Está mucho más segura contra las agresiones sexuales una mujer danesa (con castigos menos duros) que una norteamericana (con un sistema penal durísimo, que incluye la pena de muerte).

Otra de las premisas falaces es que los delitos se deben exclusivamente a la maldad de los autores y por eso merecen una severa venganza institucional. Si eso fuera cierto, habría la misma incidencia porcentual de delitos en todos los países, salvo que pensemos que los estadounidenses son más malvados genéticamente que los daneses. La realidad nos muestra que el delito es un producto social. Las diferencias pueden ser notables entre distintos estados, porque el fenómeno de la delincuencia está muy relacionado con las concepciones sociales y con las condiciones de vida. Solo hay que visitar el patio de cualquier prisión española para constatar de qué estrato social son la inmensa mayoría de las personas condenadas. Por ello, la delincuencia se combate principalmente con medidas distintas a las penales, las cuales actúan como un complemento más. No es casual que la delincuencia sea más baja en países con elevados niveles de igualdad social y, correlativamente, se dispare con una mayor desigualdad. 

Además, la reinserción resulta muy necesaria, porque el condenado regresará a la sociedad. Más vale que descartemos leyendas urbanas absurdas, aunque muy extendidas, como la de que los autores de delitos sexuales son seres enfermizos que siempre reinciden y son incurables. Al contrario, los datos reales nos aclaran que la reincidencia en estas infracciones es baja, sobre todo si la comparamos con la del tráfico de drogas o con determinados delitos contra la propiedad. Demasiada gente ha acuñado un estereotipo de agresor sexual: un tipo perturbado que espera a la víctima en un descampado para perpetrar la violación. Esos casos existen, pero las referencias oficiales también evidencian que la gran mayoría de los delitos contra la libertad sexual son cometidos por amigos, vecinos, conocidos, compañeros de trabajo o familiares. Lo que yo veo en mi juzgado coincide plenamente con esos datos. Así pues, para mejorar resultará esencial que modifiquemos las mentalidades y también actuar sobre la marginalidad social que está presente en muchos de estos delitos.

Se avanza con más coeducación igualitaria que rompa con los roles discriminatorios de género. Se avanza con mejor formación sexual, en especial hacia adolescentes y jóvenes. Se avanza visibilizando, informando y sensibilizando a todos los sectores sociales de manera efectiva, para llegar a la tolerancia cero hacia estas conductas deleznables. Y, en definitiva, se avanza con medidas de intervención social de todo tipo que ataquen la raíz de las causas de estos delitos.

Centrarlo todo en la respuesta penal es un subterfugio simbólico, que no reduce la delincuencia. Y en países como Estados Unidos presenta un componente de distracción del núcleo de los problemas. Se trata de un mecanismo compensatorio para justificar la inacción: no vamos a invertir en el espacio público para corregir los defectos estructurales, pero garantizamos penas altas o castigos muy vengativos para entretener a la ciudadanía y sugerir que hay una respuesta del Estado.

El delito es un fenómeno social y por eso la sociedad en su conjunto debe responsabilizarse de los problemas de la criminalidad. Se trata de fallos del sistema, que van más allá de la maldad individual, aunque esta también pueda existir y se deba actuar sobre la peligrosidad. Esa es la perspectiva de nuestra Constitución, que se inspiró en las democracias consolidadas de nuestro entorno.  En consecuencia, nuestro texto constitucional establece literalmente que las penas “estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. Será muy respetable que haya personas que opinen que las penas deben cumplir una finalidad escarmentadora, pero no podrán autocalificarse como constitucionalistas. También proclama la Constitución en su primer artículo que somos un Estado social y, posteriormente, añade el deber de los poderes públicos de promover las condiciones que aseguren la libertad y la igualdad.

A pesar de unos objetivos constitucionales tan loables, nos hemos quedado a medio camino en el intento de emular a otros países europeos. Aquí todavía hay demasiadas simpatías por la política criminal populachera y una fascinación excesiva por las proclamas vengativas propias de algunas (malas) películas norteamericanas. No olvidemos que esos discursos poseen una ingente capacidad para nublar la racionalidad y activar nuestros mecanismos emocionales de rencor irracional.

Lo peor es que esas ideas han impregnado especialmente a nuestro ámbito político. En las últimas décadas, en materia de política criminal, el parlamento se ha convertido en un mercadillo en el que los cargos públicos se pelean embarulladamente entre ellos para ver quién ofrece penas más duras a los votantes a menor precio, tanto desde el gobierno como desde la oposición. Nuestro Código Penal se aprobó en 1995 y, desde entonces, se han aprobado más de treinta reformas para endurecerlo. En esa espiral enloquecida, en Europa nos encontramos en los porcentajes más altos de presos por habitante y en los tiempos más largos de cumplimiento en la cárcel.

Sin duda, como elemento complementario a la intervención social, las penas deben existir, pero lo fundamental será que sean proporcionadas. Si en España hay infracciones contra la libertad sexual que incorporan penas de prisión de duración similar a la del homicidio, resulta lógico preguntarse si eso es correcto. Si nuestras penas se sitúan muy por encima de las de otros países europeos, deberíamos examinar también esos parámetros como criterios de proporcionalidad. Ese debería ser el debate racional. Y no afirmar falsariamente que la única ley penal eficaz es la que sube penas.

La ley del solo sí es sí acertó al regular propuestas integrales para que disminuyan de verdad estos delitos, a través de la intervención institucional, la inversión pública en igualdad y el incremento de la protección a las víctimas. En un plano distinto, se incluyen nuevas infracciones, se refunden conductas delictivas y se plantean cambios en las horquillas de las penas. Hay conductas que ahora cuentan con castigos más elevados; y en otras las penas han bajado levemente. Hay casos en los que se han suscitado controversias jurídicas sobre si resulta procedente la reducción de condena por parte del órgano judicial; en otros la reducción es muy clara objetivamente y los tribunales están obligados a aplicarla. Son casos minoritarios sobre el total de condenas, pero han sido suficientes para despertar y avivar la embestida de quienes confunden la justicia con el escarmiento.

En ese contexto, resulta cuestionable que sectores gubernamentales y una parte de sus bases defiendan la premisa desatinada del punitivismo encarnizado. Eso implica suscribir el marco que buscan imponer los discursos ultraconservadores, que siempre enarbolan la bandera de la venganza institucional, aunque sea contraria a la Constitución. Estos últimos son los mismos que exigen que haya menos Estado social y más Estado penal. Asimilar esas concepciones supone una rendición ideológica. Quienes aspiramos a que se produzcan avances sociales seguiremos insistiendo en reivindicar enfoques realmente transformadores. 

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