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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

¡Sonríe! (Te están apuntando)

Selfie en Plaza Mayor.

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A veces existen coincidencias, pero determinados rasgos de los procesos sociales se parecen sospechosamente. La crisis financiera iniciada en el año 2008 amenazaba con quiebras mundiales que habrían extendido la miseria por el mundo. Los bancos estaban entrampados de deudas y de activos que cada vez valían menos. Las familias se ahogaban por los préstamos que acreedores y deudores habían pactado unos años antes en una etapa eufórica. Los ingredientes para el colapso estaban servidos.

Todo se vino abajo, pero casi nada terminó hundiéndose. Buena parte de los bancos centrales, los prestamistas estatales de última instancia, accedieron a realizar distintos programas de compras de activos denominados 'tóxicos', aquellos préstamos locos que no iban a poder cobrarse. Se trataba de eliminar la infección financiera para que la opulencia pudiera volver a emerger con raíces reforzadas. 

Al retirar la toxicidad y la basura del mercado se experimentó un cierto alivio. Interrumpir la metástasis financiera permitió continuar la vida económica. Las expectativas de euforia despertaron y los peores augurios pasaron a un segundo plano. La crisis del capitalismo se convirtió en una gran recesión en la que se había concedido hablar hasta de 'crecimiento negativo'. Seguíamos creciendo, solo que, entonces, hacia atrás. Superado el susto, eliminadas las peores alimañas, quedaba decretado mirar hacia delante: buscar oportunidades, moverse por el extranjero para encontrar trabajo, adquirir más experiencias que seguridades, etc. Sonreír y, como en la película La vida de Brian, mirar el lado alegre de la vida. 

Comenzaban por entonces a triunfar algunas versiones más modernas de las redes sociales, como Instagram, gracias, sobre todo, a las nuevas generaciones de internautas. Esta plataforma parecía en su origen una democratización de la fotografía, independiente y creativa, característica común de los inicios de muchas innovaciones tecnológicas. Las personas ofrecían la mejor versión de sí mismas, de sus vínculos, de sus vacaciones, con rictus sonrientes, bronceados prometedores y un nivel de actividad social difícil de imaginar.

Pocas fotos en Instagram retrataban basureros. Los conflictos, las enfermedades y, mucho peor, los mediocres sinsabores de la vida, no detentaban seguidores al no resultar en modo alguno llamativos. En el universo Instagram –con sus diferentes variantes y sucesores–, entonces y ahora, no cabe una sonrisa forzada, la envidia o la negatividad. Las relaciones conflictivas, difíciles o desazonadoras se denominan 'tóxicas'. Incluso se califica con este adjetivo a un conjunto de personas de las que es preciso huir en todo momento. Como de aquellos activos que quedaron ocultados bajo la alfombra. 

Paralelamente a esta silenciosa revolución de las redes sociales han proliferado nuevas profesiones como las de los entrenadores de la actitud individual, o los gurúes que, apostados tras un canal digital, han logrado elevarse por encima de los oportunos curanderos y portadores de remedios del pasado. La felicidad ha pasado a ser la meta calvinista de la contemporaneidad: la alegría pertenecerá a quien la trabaje. El que no pueda mostrar una enorme sonrisa, que, al menos, apriete los dientes. 

La psicología positiva, una rama terapéutica de origen e impulso en los pasados años noventa que, en algunos de sus enfoques más delirantes, nos propone maximizar nuestra felicidad sin prestar demasiada atención a nuestros pequeños dramas cotidianos, ha terminado por convertirse en la forma de 'aconsejar' con más capacidad de contagiarse. Existen incluso mineros de la felicidad y la libertad financiera: atletas de la superación individual que luchan día a día por acumular una riqueza enteramente basada en criptomonedas, la verdadera alternativa a un dinero que, según se cree erróneamente, es un monopolio estatal, y por tanto, está encarcelado en una jaula burocrática. 

El desarrollo de la imagen y una determinada definición de la felicidad –la del guerrero sonriente que mantiene el rictus llueva o nieve– parecen responder al mismo desarrollo financiero que nos llevó a aquella crisis y que nos conducirá a las siguientes. La euforia es la otra cara de la depresión. No por casualidad, y todavía en susurros, se habla en estos momentos de una epidemia de salud mental que apenas se define salvo por sus síntomas más superficiales.

Entretanto, las redes sociales y las pantallas siguen mostrando un inacabable desfile de personajes que frente al espejo del mundo tratan de demostrar que su vida, su activo vital, o su marca siguen mereciendo la pena. En esta economía de la atención, este tipo de imagen edulcorada, empaquetada y filtrada –como aquellas hipotecas poco fiables de los años dos mil– representa el constructo más acabado de la era tecnológico–financiera. 

La carrera por la felicidad nos ha llevado a un juego en el que ganará el que antes salte del coche. La epidemia de la ansiedad y las enfermedades de las que aprenderemos mucho más durante los próximos años beben, en parte, de la necesidad que una ciudadanía embotada de contenidos sordos tiene de consumir sonrisas que no son suyas. Todos los espectadores deberíamos tomar conciencia de ello, y por intuición o por instinto, y al menos de vez en cuando, dar la espalda a este baile de máscaras.  

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