Tiempos difíciles para la izquierda
¿Y si Donald Trump fuera el revulsivo que sacudiera a un mundo que sigue noqueado por la crisis económica y que es incapaz de salir de ella? No se puede descartar esa hipótesis. Porque, más allá de sus barbaridades y contradicciones, el programa del nuevo presidente norteamericano tiene algunas ideas firmes. Y éstas pueden cambiar la orientación de la política económica que Estados Unidos y el mundo entero han venido aplicando desde hace 8 años. La austeridad y la obsesión por la deuda podrían ser arrumbadas y la globalización sin freno seriamente replanteada. Habrá que esperar para ver cómo y cuánto. Pero si algo de eso ocurre, y es muy probable que así sea, habrá que reconocer que un reaccionario xenófobo habrá sido capaz de hacer lo que la izquierda occidental lleva años demandando sin éxito alguno.
Hay algo muy obvio: Trump ha ganado porque ha conectado con decenas de millones de norteamericanos que la crisis ha hundido en la miseria o privado de toda esperanza de mejorar en la vida. Nada indica que vaya a traicionar su confianza, al menos en lo sustancial. No tendría sentido. No ha entrado en política para enriquecerse, ni para atender a los intereses de tramas ocultas, sino, aparte de para satisfacer su ego con el ejercicio del poder, para hacer cosas que él cree que hay que hacer. Buena parte de esas cosas no son invento suyo: algunas las dice la ultraderecha estadounidense desde hace años; en otras vienen insistiendo economistas de muy diverso pelaje, algunos incluso muy progres, también desde hace tiempo.
Cualquier demócrata siente horror por sus propuestas en materia de inmigración. Y seguramente se horrorizará aún más cuando se lleven a la práctica. Porque algunas de ellas se aplicarán, aunque probablemente matizadas por los imperativos de la “real politik”. Porque el rechazo del extraño, de los inmigrantes, particularmente de los llegados más recientemente, y no digamos de los musulmanes, está en el centro de la ideología de este nuevo fascismo norteamericano. El de Trump y el de buena parte de sus votantes. Y porque gestos en esa dirección pueden ser no muy costosos políticamente y dar tiempo para avanzar en cuestiones más complejas.
Pero la batalla que el nuevo presidente ha emprendido hace ya más de dos años va bastante más allá. Para ganar las primarias se enfrentó y derrotó al establishment del partido republicano. Para vencer en las presidenciales ha tenido que doblegar al del partido demócrata. Y también al establishment financiero de los Estados Unidos, a lo que abusivamente se suele llamar Wall Street. Y a los grandes medios de comunicación. En definitiva, a los poderes que han controlado la política y las grandes decisiones, sobre todo las económicas, desde hace muchos años. Y a los que Barak Obama no tuvo más remedio que plegarse prácticamente desde el día que llegó a la Casa Blanca, si es que no fue antes.
No es que se haya enfrentado a los ricos. Eso es otra cosa. Él mismo es muy rico y muchos de los que le han apoyado también lo son. Pero creer que la condición de clase define los comportamientos es un error. Dentro de la clase poseedora norteamericana hay posiciones muy diferentes, irreconciliables incluso, cuando de lo que se trata es de dilucidar quiénes tienen el poder de decidir.
Los que hasta ahora han mandado han impuesto año tras año desde que empezó la crisis una política diseñada para favorecer los intereses de los grandes conglomerados financieros. La de la austeridad, el control obsesivo del gasto del Estado, y una política monetaria que ha favorecido los movimientos internacionales de capitales sin freno. Aunque con algo más de flexibilidad, la misma que se sigue en Europa.
Trump no ha dicho abiertamente que se quiere cargar todo eso. Pero ha dado algunas indicaciones que pueden terminar dándole un golpe bastante serio. La de su fastuoso programa de inversiones en infraestructuras es una de ellas. Sus anunciadas medidas proteccionistas contra los productos chinos es otra de ellas. No sólo por sí mismas, sino por las consecuencias que pueden tener si se aplican. Y, en términos generales, porque anuncian el fin de la ortodoxia económica hasta ahora dominante. El reinado absoluto de la política monetaria puede acabar, y en su lugar puede abrirse paso la política fiscal. Trump, muy en la línea de sus antecesores autoritarios o fascistas, pero también de Keynes, puede convertir de nuevo al Estado en el protagonista de la economía.
Lo mal que ha recibido Angela Merkel su victoria es significativo. No sólo porque el radicalismo de Trump en materia de inmigración da alas a sus rivales derechistas. Sino porque el empecinamiento de la canciller alemana en la política de austeridad puede ser contestado en la práctica por el país más poderoso de la Tierra, por el eje del capitalismo mundial. Y quién sabe si obligándola a ceder.
La victoria de Trump es sin duda la noticia más relevante de la política mundial en muchos años. Se pueden hacer muchas lecturas de la misma, tanto en clave interna de los Estados Unidos como internacional. Y aunque haya que esperar un tiempo para valorar sus consecuencias, ya hay un dato incontrovertible. El de que ha sorprendido a casi todos. A sus rivales, al establishment que manda, a los mandatarios de todo el planeta y a los medios de comunicación que emanan de éste en todo el mundo, en el que la prensa independiente es ya un fenómeno marginal.
Pero también a la izquierda. A toda la izquierda, si la entendemos como la que se opone a la derecha. A la española, seguramente porque pocos en su seno habían prestado alguna atención a lo que ocurría en Norteamérica. Estaban en otras cosas. No van a tener más remedio que ponerse al día. Porque con demonizar a Angela Merkel ya no basta. Van a tener que hilar más fino. El Bréxit, otra victoria de la derecha anti-establishment, ya les pilló in albis. No puede volver a pasar. Si la izquierda española y la europea quieren contar en el diseño del futuro de nuestras sociedades van a tener que dejarse de lugares comunes e hilar más fino.