Troyanos antisistema
Del caballo en la entraña escondidos (…) los teucros por sí mismos lo habían arrastrado al alcázar y, erguido en mitad, discutían a su pie y en confuso alboroto
Perderse en lo superficial y obviar lo esencial es el signo de los tiempos.
Ruido y furia. “La vida no es más que una sombra en marcha; un mal actor que se pavonea y se agita una hora en el escenario y después no vuelve a saberse de él: es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, que no significa nada”. Puro Shakespeare, ¡con la devoción que tenemos en este pueblo por Faulkner!
Sobrevolemos el ruido, analicemos la furia.
La decisión de un tribunal, en este caso la Audiencia Nacional, de ordenar el cumplimiento de las penas de prisión a un individuo ha desatado una oleada de protestas legítimas —manifiestos, manifestaciones, columnas, firmas— que han derivado después en algaradas con el presumible objeto de forzar a cambiar esa decisión o de exigir al Gobierno dejarla sin efecto. Dejemos ahora mismo de lado todo el ruido. Ese es el esqueleto de la situación. El que me interesa ahora mismo analizar. Me interesa porque podemos obtener el consenso de la razón en que en una democracia: a) no se puede intimidar a los tribunales para que cambien las decisiones de la Justicia y solo caben las formas establecidas para combatirlas y b) no resulta asumible que el Gobierno pueda dejar sin efecto o cambiar las decisiones judiciales si no es por cauce legal (indulto, legislación). Asistimos pues a una reivindicación absurda en sus términos. Lo que exigen no se puede dar y lo que sí se puede dar ya se ha puesto en marcha y no es preciso exigirlo.
No se puede alentar el establecimiento de condiciones irrealizables en democracia. Esto de por sí determina también por qué los poderes democráticos —diputados, ministros, jueces y hasta periodistas— no pueden jalear ningún comportamiento violento implementado para exigir lo que nadie es capaz de dar, pues ellos mismos se estarían metiendo en un bucle absurdo. La propuesta de sacar de la cárcel a Hasél o al sursum corda de forma inmediata mediante la protesta callejera o la violencia ciudadana es irrealizable.
La condena a Hasél que ha abierto la caja de los truenos procede de la aplicación por parte de la judicatura de unos límites a la libertad de expresión que exceden los parámetros europeos y de nuestro entorno geopolítico. Los jueces podían haber interpretado que los once tuits que se han considerado enaltecimiento del terrorismo no lo eran. Al menos tres magistrados hicieron votos particulares expresando que la línea que ciega la libertad de expresión está más lejos de lo que la han puesto sus compañeros. Estrasburgo lo verá como ellos dada la jurisprudencia. Lo relevante es esa interpretación, y el ingreso en prisión de Hasél mero ruido, porque este señor hubiera acabado ingresando en cuanto fueran firmes el resto de las condenas que tiene por delitos comunes totalmente ajenos a la libertad de expresión.
Muchos ciudadanos se descolgaron hace tiempo de esta lógica racional y ya es imposible explicárselo. Parte de la judicatura española se ha comportado y se sigue comportando como un caballo de Troya de la democracia, haciendo un uso desacomplejado y erróneo de su poder, en muchos casos por motivos políticos o de medro personal, hasta haber conseguido que grandes capas de la población se descrean del sistema de impartición de Justicia. Un diario conservador identificaba ayer como “negacionistas del sistema judicial” a parte de los detenidos en los disturbios.
Son muchos años de decisiones arbitrarias e inexplicables, sin consecuencia alguna, que la ciudadanía conoce perfectamente. Detener y tratar como terroristas a unos titiriteros sin ningún motivo. Arrastrar como falso terrorismo a la Audiencia Nacional unos hechos que todos los jueces y fiscales del territorio donde sucedieron no consideraban tales, por motivos políticos; mantener a esas personas como internos FIES en aislamiento, juzgarlos y condenarlos como terroristas para que finalmente el Tribunal Supremo acabe por volver al inicio y dictaminar que nunca lo fueron, nunca fueron terroristas. Que a la magistrada hacedora de este engendro la premien con un ascenso a la Sala Segunda. Condenar a un rapero por la literalidad de sus letras por el famoso enaltecimiento del terrorismo y que el Constitucional te tire de las orejas y te diga que tu sentencia vulneró la libertad de expresión, pero que te sigan considerando el magistrado promesa de España. Todas esas cosas. Toda esa soberbia y esa determinación por hacer el papel de represores y no el de defensores de las libertades y finos delineantes de las líneas infranqueables.
Caballos de Troya del sistema, los que ufanos se acostarán satisfechos de ser su baluarte, de defender las esencias de un país que quieren esculpir a su gusto y que no son capaces de ver cómo cada vez más se les escapa de las manos, cómo se les desliza entre los dedos la auctoritas y el respeto de la sociedad a la que debieran servir.
Hay muchos más dentro del caballo. Troyanos antisistema. Los políticos que se sirven de todo esto para atizar un fuego, que les acabará arrasando, en lugar de emplearse en devolver a la Justicia el prestigio que dinamitaron para protegerse de ella. Los que creen que pueden atizar la furia porque ellos serán capaces de cabalgarla, desoyendo su obligación como gobernantes de identificar las disfunciones democráticas y repararlas. Los que olvidan su obligación de explicarle al pueblo el funcionamiento de las instituciones. Los que consideran que de la destrucción puede salir alguien triunfante y piensan que serán ellos. Los que se empeñan en ignorar que hay déficit de comprensión y aplicación de los derechos humanos en muchos individuos que se han colado hasta el centro mismo de las instituciones encargadas de administrar el monopolio estatal de la violencia. Los que creen que la noria seguirá girando como les interesa incluso si masas completas de población, entre ellas los jóvenes, quedan orillados. Todos ellos están ahí apretados junto a Ulises dentro del caballo.
Los troyanos lo metieron dentro y se pusieron a discutir entre ellos porque proponían acciones muy distintas. Unos pretendían destrozar el artilugio inmediatamente, otros querían subirlo a lo alto de una cima y tirarlo para que se destrozara contra las rocas y había quien desaforadamente defendía conservarlo como una ofrenda preciosa a los dioses. Fueron estos últimos los que ganaron la disputa y fueron los que firmaron así la destrucción de su ciudad y el fin de los suyos.
Todo está escrito ya. ¿Creen que esta vez ganaremos los que queremos abrir la panza de madera y desenmascarar a los que trapaceramente se ocultan dentro para destruirnos o volverán a hacerlo los que quieren protegerlo para mayor gloria de sus intereses?
Ulises acabó en el infierno del Dante.
Este es el único debate importante y solo en su correcta resolución reside la forma de apaciguar la ira. El resto es ruido. Ruido. Un cuento contado por un idiota.
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