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Trump y Ayuso, dirigentes para un mundo ficticio

Isabel Díaz Ayuso y Donald Trump

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No constituyen en modo alguno una casualidad. Salvando las distancias, son los dirigentes prototipo de un mundo que parece andar como pollo sin cabeza aunque sea dirigido por intereses muy concretos y ajenos al bien común. El presidente norteamericano lleva toda una vida haciendo de la trampa su norma. La presidenta de Madrid, 41 años, es una alumna aventajada en no poner reparos a ninguna farsa. Ambos, señuelos para una sociedad que va construyéndose con mentiras sin pisar suelo firme ni para asentar su propia supervivencia.

Donald Trump, 74 años. Contrae la COVID-19 nos dicen y pasa tres días en el hospital, Walter Reed en Bethesda, Maryland. En una suite, por cierto, decorada en estilo pomposo y setentero, que siembra de dudas su enfermedad. Le han aplicado un tratamiento reservado a casos severos. Un cóctel experimental carísimo, con anticuerpos monoclonales, el antiviral remdesivir y dexometasona, un corticosteroide, con fuertes efectos secundarios que pueden pasar de “sentirse 20 años más joven” a hundirse en la miseria emocional. De ser cierto todo lo dicho, un anciano mejora espectacularmente de COVID-19 (que ha matado en EEUU a más de 200.000 personas-) en tres días, para que sus adeptos griten: milagro, es un superhombre, lo ha hecho por nosotros, la América Grande no teme al coronavirus. Puede que simplemente sus síntomas fueran leves. O que haya sido una maniobra electoral con las encuestas desfavorables. O que esté más grave de lo que quiere aparentar, como toma fuerza la principal suposición. De momento la Casa Blanca ya vende en su tienda de regalos una moneda con el lema: “Trump derrota al Covid”.

Lo más evidente, sin embargo, es que muy pocos norteamericanos habrán recibido semejante tratamiento para sus síntomas. Y eso que Trump no pagó ni los impuestos que le correspondían. Su partido es partidario de “reabrir la economía, aunque haya muertes”. Así lo han venido manifestando numerosos dirigentes republicanos. Lo hizo reiteradamente Chris Christie, gobernador de New Jersey, ahora también hospitalizado por COVID-19 y que a buen seguro será tratado con los mejores medicamentos que ni en sueños tendrá el grueso de sus conciudadanos.

El Madrid de Ayuso es de la misma teoría: no vas a confinar al 100% de la población por salvar al 1%, declaró a ABC la presidenta. Aquí y en América es ese 1% hipotético, o el 10%, incluso el 25%, el que tiene las de perder en la lotería neoliberal sin miramientos. El 25%. Es justo el porcentaje que señala la Sociedad Española de Oncología, de pacientes de cáncer no diagnosticados durante el periodo más crudo de la pandemia de coronavirus. (Pueden verlo en el TD de TVE, minuto 29) No diagnosticados, no tratados, cuando se trata de una enfermedad cuyo abordaje temprano es vital. Como Sonia Sainz-Maza quien, según relata su hermana, ha muerto por un agresivo cáncer de colon, tras cuatro meses de no lograr una visita médica presencial en Castilla-León. Muchas patologías no reciben la atención requerida por la COVID-19, dicen. Por la precarización de la sanidad pública, en realidad. La doctrina neoliberal de la tijera puede llegar a matar. Hay datos escalofriantes. Los aportaba Esther Palomera en su columna. El 42% de los países ha suspendido completa o parcialmente los tratamientos de cáncer, según datos de la OMS. Más de la mitad (53%), el tratamiento de la hipertensión; el 49%, de la diabetes; el 31%, las emergencias cardiovasculares y dos tercios, las terapias de rehabilitación.

Madrid dice que ha aplanado la curva, pero ha dejado de hacer los test que contabilizan casos, como recoge el científico Alberto Sicilia. Se queja el consejero de justicia, el magistrado Enrique López, de que no se fíen de ellos. Se queja el de Sanidad, que mintió diciendo que la Atención Primaria funciona en Madrid con total normalidad, cuando básicamente es telefónica y con demora. El Madrid de Ayuso -que también se cuidó de su presunto coronavirus en un ático de lujo-, es el que privó a los ancianos de los geriátricos de cualquier posibilidad y el que esparce una gestión con hedor a trampa desde su apresurada Ley del Suelo ultraliberalizadora a los aviones que fletó para traer material: precios disparados, facturas opacas y un comisionista que trabaja para Piqué. Informó Manuel Rico.

813.000 contagios confirmados en España. Más de 32.000 muertos por esta causa, en datos oficiales, más un aumento desmesurado de la mortalidad por otras causas que cada vez se explican con más claridad. El mundo entero tomando medidas, confinando. En España, la matraca inmensa, altamente saturadora. A las claras, la pugna entre la bolsa o la vida. En el fondo, la confirmación de que la pandemia ha caído sobre una sociedad que no pisaba el suelo sólido para afianzarse, sino grandes zonas de las arenas movedizas de la mentira.

Trump y Ayuso no son una casualidad. No lo son sus equipos. Se extiende por el mundo un tipo de dirigente que crea el morbo del escándalo para distraer, mientras se nos come la vida su sinrazón. Pareciera que se ha vuelto a desterrar el raciocinio como en la Edad Media, en favor de las fábulas de la irrealidad mágica, de los fanatismos, nuevas religiones de fe sin base por definición. Se cita como expertos a brujos del nuevo mundo. La vez anterior duró mil años. Ahora, los propagadores y sustentos del tinglado son incontables medios en busca de clicks y de “pasta”, de ideología a vender, la que da réditos inmediatos a sus patrocinadores aunque a la larga caven una enorme fosa. No funciona la economía sin salud, los muertos no consumen. ¿Qué número de bajas es admisible? ¿Solo las habría del 1% de los proscritos? ¿De los que no llegan al escenario del Walter Reed en Bethesda, Maryland? Ni así siquiera funcionan las leyes: ni del mercado, ni de la salud.

Díaz Ayuso está ahí, probablemente, por haber acreditado la osadía sin escrúpulos que atesora el PP desde Esperanza Aguirre a Pablo Casado, pasando por Rajoy, despistando, y el Aznar supremo. Como dirigentes de otros partidos ubicados en particular entre los jarrones chinos o los platos de cerámica. Trump ha llegado a la presidencia del todavía país más poderoso de la Tierra, con esa misma desvergüenza. 

Donald Trump es ante todo un showman, sabe mirar a las cámaras, buscar su lado bueno, provocar, intimidar, ofender y aprovecharse de ello. Es una de las conclusiones del estudio sobre la personalidad del presidente de los Estados Unidos elaborado por José Luis Fernández Seara, profesor de psicología de la Universidad de Salamanca, recién publicado. A través de un exhaustivo estudio de sus discursos, declaraciones, debates, lenguaje corporal y todo tipo de manifestaciones. Detrás está, como factor positivo, su profunda determinación para lograr lo que quiere, y también los factores que pesan sobre su gestión. Trump es egocéntrico, soberbio, ostentoso, megalómano, agresivo, colérico, en exceso resiliente, intolerante, no acepta responsabilidades propias, y miente y falsea la realidad y los datos.

La tragedia de nuestros días es que triunfen este tipo de comediantes que, si de algo saben, es de lo que les interesa a ellos y a su clan, despreciando incluso a sus adeptos. Hay gente, por millones, que les cree y les sigue. Han suprimido los datos, el contexto, la propia verdad. Esas tribus delirantes que vemos en las redes, incondicionales de impresentables políticos o ídolos mediáticos de todo pelo y pelaje, lo demuestran a diario y de forma creciente. Estrellas del espectáculo con brillos de purpurina todo a cien, incluso. Sus devotos se mantienen atentos al “repaso” que haya dado el bien pagado comunicador al Gobierno, mientras otros les roban, nos roban a todos, la sanidad pública por ejemplo.

La desinformación en medios tradicionales, aliados del poder, es ya un problema de enorme envergadura. Pero todavía es mayor el de los bulos y fake news que se expanden por todo tipo de vehículos, desde portadas aparentemente serias a lo más oscuro de las redes. Está comprobado que “las noticias falsas se difunden diez veces más rápido que las verdaderas; y que, incluso desmentidas, sobreviven en las redes porque se siguen compartiendo sin ningún control”, escribía el periodista Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique. Y es demostrable. Infinidad de creyentes se irán a la tumba convencidos de calumnias mayúsculas diseminadas en el ejercicio sucio del poder.

Los idiotas, usados por desaprensivos, son la peor pandemia que nos atenaza. Y no, por desgracia, la única. Sube el telón y allí están, por ejemplo, un anaranjado insolente y una descarada de ojos extraviados. Comienza la función, la ficción; pero no es tal, es la vida. Y la muerte. Desde los años 70, cuando todo empezaba, se avisa en películas como “Network” (1976) que se muere y se mata por el espectáculo. Ha ido a peor, a mucho peor. Y nunca se ha estado suficientemente harto como para pararlo.

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