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Un ventilador extraño en casa de mi abuela

Un termómetro marca 49 grados en la ciudad de Ourense en plena ola de calor este 22 de julio.

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Mi móvil vibra. Me llega un WhatsApp de mi abuela. Dice: “Nena, nunca vi un calor igual”. Todo el mundo sabe que las abuelas tienden a la exageración, más aún si hablamos de abuelas gallegas, pero consulto el tiempo de Vigo en mi móvil y marca 38,5 grados. Partiendo de la base de que con 25 grados ya hay vigueses abanicándose como folclóricas, sí, mi abuela tiene razón: hace un calor impropio de la ciudad. En el móvil también busco el tiempo de Ourense, -allí vive parte de mi familia- y el termómetro marca 43,8 grados. Yo estoy en Madrid que lleva semanas disfrazada de sauna, con un aire pegajoso y pesadísimo. El calor se te pega como un tatuaje de henna, y hay que echar agua, y más agua, para que se vaya. 

Vuelvo a recibir otro WhatsApp de mi abuela: “Bebe mucha agua, nena. Yo no me separo del ventilador”. Y, de pronto, caigo en la cuenta: ¿Ventilador? ¿Qué ventilador? Nunca he visto un ventilador en casa de mi abuela. En esas paredes he visto un sinfín de cosas surrealistas: fuegos artificiales en el jardín, un señor tocando el acordeón en la cocina, un perro lanzándose por un balcón, gallinas subiendo escaleras, descomunales plagas de hormigas; pero nunca he visto un ventilador. Es un elemento que no pega con el entorno, como si hubiesen puesto un recibidor de Ikea en el palacio de Versalles. 

Pienso entonces que el clima está cambiando y que con ese cambio probablemente también se transformarán los recuerdos que tenemos de las casas, de las ciudades, de los veranos. Me pregunto si Vigo se terminará convirtiendo en un sitio con aire acondicionado instalado en los salones, gazpacho en las neveras y gente hablando con tiempos verbales compuestos. Un lugar en el que la vida estival comience a partir de las siete de la tarde, y las calles, aridecidas por el asfalto y el bochorno, estén vacías a la hora de la siesta.

Mientras leo a mi abuela yo estoy en mi habitación de Madrid, tumbada sobre la cama, con el ventilador girando a mis pies. En mi piso de alquiler solo hay un aparato de aire acondicionado en el salón (y con suerte), así que en el resto de la casa me encomiendo al bendito artilugio que arrastro como mi sombra. El ventilador, sin embargo, remueve el aire caliente y, más que refrescar, recalienta. Me pregunto si este es el verano más caluroso que recuerdo en Madrid. O al menos, el verano en el que el calor ha sido más persistente. Antes llegaba una ola de calor y se iba pasados unos días. El fresco se presentaba como una promesa. Ahora vivimos instalados en los 39 grados, como un niño pequeño con fiebre. 

Me meto en Internet. Leo: “Muere un barrendero que trabajaba en plena calle debido a un golpe de calor”. “Muere un hombre que buzoneaba publicidad debido a un golpe de calor”. “Una mujer muere en su casa por un golpe de calor”. “La ola de calor deja más de 1000 muertes en nueve días”. Me meto en Twitter. Leo a varias personas diciendo que en verano siempre ha hecho calor. “Yo he padecido olas de calor peores en mi infancia, sin aire acondicionado y en la calle”. “Desde siempre recuerdo dormir mal en verano por el calor”. Cierro Twitter. 

El cambio climático probablemente cambiará nuestros recuerdos de las ciudades y de los veranos. Meterá ventiladores en salones de abuelas que nunca los necesitaron. Modificará los paisajes, los ecosistemas y las infraestructuras. Aumentará las desigualdades sociales. Pero hay algo que nunca cambiará: el empeño humano en negar lo evidente (el consenso científico) y quizás inevitable; el empeño humano en pensar que cualquier desviación es temporal y no duradera.

Hay otra cosa que tampoco cambiará el cambio climático: si pagas, siempre puedes seguir sintiendo el frío. 

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