Wanolo, mi exvecino
Mi edificio será del 2005, si no recuerdo mal. Es una de esas fechas que te bailan en la mente de aquí para allá sin llegar a ser claras del todo, que flotan en una neblina gaseosa y blanquecina de hojas de almanaque cayendo al suelo con el pasar de los meses. Con la muerte, o asesinato, de Aquí No Hay Quien Viva, que se estrenó tal día como antes de ayer hace veinte años, y su renacer en la infame La Que Se Avecina, dejamos atrás un estado socioeconómico colectivo de ensoñación e irrealidad ladrillística, inmobiliastástica, y otras expresiones rimbombantes que no voy a seguir inventando.
Tenía un vecino, Wanolo, o algo así, que me tocaba la puerta a las 2 de la mañana para quejarse de que tenía la música “a toda hostia, niño subnormal”, y eso que yo escuchaba Mobb Deep con los auriculares puestos, como un buen G de 12 años. Su habitación estaba pegada pared con pared –de papel– a la mía, y el tal Wanolo tenía un oído que podía escuchar un podcast indonesio en román paladino, así que sus intempestivas insistencias eran, como poco, frecuentes. Wanolo tenía un bar también cerca de casa, y un bigote descomunal que parecía de atrezzo y un Hyundai de esos que parecen un deportivo to’ flama pero en realidad es un utilitario normalito. Un día llamó a mi puerta para llamarme imbécil sin saber que sería la última vez. A Wanolo lo habían desahuciado.
Como a él, otros muchos iban desapareciendo de los rellanos, dejando de ser esos personajes secundarios que interpretamos todos y que formaban parte de mi ecosistema. Durante unos años, mi edificio, de cuarenta y ocho viviendas, estuvo prácticamente vacío. Esto es raro, porque al principio no te das cuenta. Pero pasan los meses y ves cada vez menos coches en el garaje de la segunda planta. En el de la primera, el del supermercado, vallado, porque la tienda cerró. Con el tiempo, la mayoría de interacciones vecinales, esas idiosincrásicas conversaciones de ascensor, se fueron diluyendo. Quedaba poca gente que diera los buenos días o te sujetara la puerta mientras tú hacías un ademán de correr hacia la salida.
Otro que no perdió la casa durante la crisis fue un merluzo, porque no hay otra forma de definir a ese tipo, que no solo no te saludaba cuando te lo cruzabas, sino que además te apartaba la mirada como un coche tomando una rotonda. Hacia 2019, la cosa empezó a cambiar: abrieron una academia en el segundo, mi vecino de al lado alquiló el piso a su hermana, un camello cogió el ático, y en la otra escalera también hubo un brote de nuevos inquilinos; aquello ya era otra cosa. Volvía la vida. El barrio también se recuperaba, y abrieron dos o tres peluquerías, varios bares, un garito de smash burgers lamentable y arreglaron un par de jardines. El edificio de enfrente no es tan nuevo, se construiría a finales de los ochenta. No tiene toldos ni aires acondicionados como tiene el mío ahora, ni hay bicis en los balcones ni nada que no tenga una utilidad en el día a día, porque todo lo que ocupe espacio va a Wallapop.
En mi casa, la crisis la sorteamos a la remanguillé, a costa de que mis padres envejecieran diez años en apenas cinco, pasasen del tabaco industrial al de liar y yo, que empezaba a fumar como un condenado a muerte, robaba los paquetes de la barra de los bares y cambiaba tres cigarros por un porrito para echar la tarde. Si a nosotros no nos desahuciaron, en realidad, fue por suerte, porque mis padres aguantaron el arreón de aquel apocalipsis inmobiliario a costa de su salud mental y trabajar más horas de las que son soportables. Y si mis padres trabajaban tantas horas fue, simplemente, porque tuvieron la suerte de no perder el curro esos años.
Cuando Wanolo todavía cometía sus fechorías, en 2007, la gente salía a la calle engominada y no le daba vergüenza. No echo de menos esa época para nada, porque esos años tienen la culpa de todo, y sé que no es justo culpar al pobre 2005, ni al 2006 o incluso al 2007 –el año maldito–, pero de aquellos lodos, estos barros, y mi conflicto con ella viene en realidad de la racanería del constructor de poner paredes de papel maché con gotelé a salpicones.
De mis nuevos vecinos solo sé que no me gustan. Ahora hay muchísimos y ya no sé distinguir a los vecinos de las visitas y me preocupa volverme xenófobo con los no propietarios. Cada vez soy más Juan Cuesta y menos Mariano, y eso me preocupa. Desde el otro día sé que existe un señor en mi escalera que por lo visto siempre viste un polo de rayas blancas, amarillas y azul marino, y que tiene una tripa que parecen dos, y que este sí que me da los buenos días, muy cordialmente, cuando me lo cruzo por las zonas comunes.
De los otros, la mitad parecen figurantes de una sitcom, y yo trato de decirme que no haga caso a esas bobadas y salude y sonría como siempre y ya está, y les siga el rollo cuando hagan un chascarrillo en el ascensor, o les dé la razón cuando digan “qué calor, ¿eh?” y las gracias cuando, de nuevo, vuelvan a sujetarme la puerta cuando me vean llegar de una correntilla a la salida.
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