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Las costas de la justicia

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Si mañana se acordara entre los dos principales partidos nacionales que la justicia fuese impartida por robots, mañana mismo, sin esperar a pasado, estos dos partidos se repartirían codazos para designar a los ingenieros que iban a encargarse de programar los fieles de la balanza de la justicia, dispensada ahora asépticamente por las máquinas. Sobra señalar que los mayores y mejores codazos los propinaría sin duda el PP; no para entrar, sino para intentar con la robotización amañada de la justicia salir indemne de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, donde el partido que lidera Pablo Casado tiene aún por delante una década de pleitos pendientes. Una vez dictada la sentencia absolutoria ante la falta de pruebas que dictamina neutralmente la máquina, programada para que las pruebas siempre resulten insuficientes, veríamos que el vocero de turno, con el cinismo que ya ha llegado a formar parte inseparable de la naturaleza de nuestra política, convoca solemnes ruedas de prensa para certificar la maldad de los denunciantes y la bondad de los suyos, inocentes y sin mácula alguna conforme la incuestionable imparcialidad con sello aenor de los dispensadores inteligentes de justicia.

En esta pueril serie de tribunales a la que asistimos, por más tonto que uno sea y por mas solemnidad que el señor Casado ponga en sus últimas (por ahora) razones para no renovar el órgano de los jueces, hay algo que chirría en torno a la justicia; o al menos en torno a la especie de justicia que predica don Pablo. Si los jueces son por definición constitucional independientes, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley, a santo de qué tanta negativa y chantaje al Gobierno para no cambiar a los integrantes del órgano que elige a aquellos jueces. ¿Qué interés se te sigue, Pablo mío, con una oposición renovatoria tan ilegal como indecente? Si el criterio para la elección de los miembros del Constitucional es en exclusiva el de la reconocida competencia como jurista, ¿por qué prima el señor Casado otras conocidas y públicas competencias en el currículo de sus patrocinados, tales como la reconocida competencia para hacer compatibles sus empleos incompatibles por ley y la de llevarlo (de la manita PepeLuí) al despacho del rector de la universidad donde consiguió su licenciatura exprés en Derecho.

En Europa, donde el sistema constitucionalista esta asentado como norma, el nivel de calidad democrática de los estados se acredita no tanto por el progresismo de sus principios constitucionales como por la forma de pasarse estos por el arco del triunfo. Y en España tenemos más arcos del triunfo que calles. La democracia real de un país se mide también por sus inmoralidades políticas y, como consecuencia de estas, por la cantidad de dimisiones. Nuestro balance es que nos sobran desvergüenzas y nos faltan dimisiones. El menos puesto en la actualidad es capaz de enumerar del tirón media docena de escándalos políticos en el último mes; sin embargo ni el mejor de los informados recuerda la última dimisión habida en España. Para corregir estos desmanes y proteger la democracia deberían estar primero la ética y el sentido de la ejemplaridad de quienes se hallan al frente de los partidos políticos; y cuando fallan estas, la pronta y recta actuación de los tribunales. También se supone que deberíamos estar los votantes para que los corruptos no repitiesen en las próximas elecciones. Pero según se aprecia por los resultados ninguno de los tres hacemos bien nuestro trabajo. Mientras la OMS y Alemania nos felicitan por nuestra gestión de la vacunación, desde el año pasado la Comisión Europea nos propina collejas por la corrupción de las instituciones y la impresentable falta de renovación del CGPJ. Sobre este particular, sin quitarle su mérito a los sanitarios, en la respuesta masiva de los ciudadanos para vacunarse cuenta mucho el miedo a contraer la enfermedad. En las altas cotas de corrupción en cambio opera la impunidad con la que en gran medida se actúa sabiendo lo barato y hasta gratuito que sale la trampa. De ahí a que en el resto del mundo civilizado puedan pensar de nosotros que somos un país con mucho miedo y muy poca vergüenza, como sentenciaban las madres de antes.

En el sagrado ámbito de la justicia y del respeto a quienes la administran, las conchas no están para llamarlas queridas, como la llamaba en la intimidad y en público con impúdica confianza aquella señora de los finiquitos en diferido, la del marido que aparece en los papeles de Bárcenas y en la operación Kitchen por más señas, sino para crear impenetrables caparazones que protejan y preserven la valiosa perla de la justicia; esto es la recta aplicación de la ley por los encargados de administrarla, con igualdad y sin trato de favor (ni ensañamiento) en razón de la amistad, la ideología o el apellido del justiciable. Los ciudadanos no creerán que es cierto eso que proclama la Constitución acerca de la imparcialidad de la justicia hasta que los políticos pasen de darse tortas por designar al órgano que garantiza el buen oficio y la independencia de los jueces frente a los otros poderes del estado y frente a todos. Esa al menos es la misión institucional que obliga al propio Consejo al que el partido popular, según evidencia con sus actos, le gustaría conformar en robot a su medida, en su particular máquina programada de la que pende toda la credibilidad, la verdad o mentira de la justicia.

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