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Cuba: circo o naufragio

4 de noviembre de 2022 18:42 h

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Lo de Cuba es el naufragio eterno. La conocí en 1999 gracias a una beca de dos meses del Ministerio de Educación y Cultura de España. Quizás fueron los dos meses de vida en que más maduré a nivel social y político de toda mi vida.

Cuando llegué, lo hacía desde la conmoción que la Argentina corrupta de 1998 me había proporcionado. Había recibido palos de su policía (luego volvería a recibirlos en versión redoblada en las protestas de diciembre de 2001), y había dado muchas vueltas en la Plaza de Mayo de Buenos Aires agarrado del brazo de Hebe de Bonafini, la presidenta de las Madres.

A La Habana de un año después llegué buscando los pasos del Che y la primera semana de noviembre de 1999 caminaba por entre las ceibas del barrio de Nuevo Vedado cantando en voz alta el “Hasta siempre, Comandante” ante la mirada entre aburrida y recelosa de quienes se cruzaban conmigo. Sin embargo, la eterna duda que siempre me rescata, me incitaba a ver con mis propios ojos qué era aquello de la sanidad pública cubana y, casi sin quererlo, aquella famosa “educación modélica”.

Cuando entré en el Hospital “Amejeiras” de Centro Habana, reconvertido por ese sentido mayestático de la palabra de Castro, de edificio de la Bolsa de Batista al más grande hospital público de Cuba, “para bien del pueblo”, empecé a entender. En 1999 en las inmensas salas de un edificio de bolsa con un único baño maloliente, pútrido y con escasa agua corriente, se hacinaban cientos de enfermos esperando operaciones y medicamentos que nunca llegarían mientras las farmacias para turistas en dólares mostraban estanterías repletas. El embargo, la eterna excusa para los jerarcas.

Viví en primera persona el teatro mediático montado en torno al caso del niño balsero Elián González. Vi la famosa educación pública cubana en el adoctrinamiento hacia miles de niños a quienes cotidianamente sacaban de sus aulas para hacer manifestaciones. Vi a muchos que, al recibir la camiseta nueva con la cara de Elián, la aprovechaban para poder vestirse con algo diferente a la única camiseta que poseían. Salían a la calle con pancartas para que los ancianos del CDR de su barrio no les marcaran el expediente político. Gritaban “Elián, vuelve” antes de susurrar, seguidamente, “que nos vamos nosotros”, a lo que seguía una sonora carcajada entre irónica y amarga.

Vi el circo dentro de la mismísima Casa de Las Américas.

Al día siguiente de negarme a asistir en la sala de prensa a uno de los interminables discursos de Castro trasmitido en directo y de crear un hielo desacostumbrado, apareció en el Gabinete de Prensa alguien que raramente, y sin función precisa en su organigrama, se iba a hacer “muy amigo mío”. Yo fui tan inocente en aquellos días como el mismísimo Jorge Edwards a quien leería solo años después. Una persona amiga me lo hizo notar a meses de distancia: “En Cuba o eres del pueblo o eres intelectual. Lo primero, significa callar, lo segundo ser de la CIA. No hay alternativa”.

Por aquellos días, Eduardo Galeano decía por Radio Habana que “ningún régimen nunca tiene derecho a hacer sufrir a la gente de la calle”. Hielo. Galeano, nada más y nada menos. Se arrojaba hielo, pero sabíamos que nada iba a cambiar. Que el hielo lo derretía toda la calima del Caribe.

Sin embargo, yo escuché al mismísimo poeta Fernández Retamar, presidente de la Casa de las Américas, viejo amigo de Cortázar, de García Márquez y de toda la comunidad latinoamericanista de izquierdas, antes de subirse a la tribuna para hablar de Eliancito frente a aquella pantomima de embajada de Estados Unidos (en donde trabajaban cuatro funcionarios del régimen cubano), declarar: “Bueno, vamos al circo”.

Creo que aquella breve frase lo dice todo de lo que fue, es y quizás siga siendo la postura de los intelectuales llamados “afines al régimen”: esa sensación de que, si quieres seguir en Cuba, tienes que actuar “en el circo”, ser del pueblo, lanzar consignas, no parecer intelectual, día tras día, ante una opinión pública, no ya nacional, como en cualquier país, sino internacional.

Porque Cuba, a expensas de la piel de sus ciudadanos, sigue siendo el símbolo que sirve al mundo para enfrentarse, bajo consignas dogmáticas de fes encontradas, con sus propios deseos y elucubraciones.

Porque Cuba representa nuestro naufragio eterno como humanidad llena de proclamas y de más de ochocientos millones de bocas que se mueren de hambre en nombre de nuestras consignas.

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