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Empadronados en la piscina
La piscina debería ser la nueva plaza pública de la ciudad. Todo el mundo debería tenerla cerca y acudir con frecuencia. La piscina al aire libre debería convertirse en el nuevo “ágora de la polis”, el sitio por defecto, el lugar donde estará la gente cuando tú llegues. El urbanismo debería considerarla un servicio básico de esas ciudades de los quince minutos en las que nos gustaría vivir.
La piscina no debería ser solo para bañarse sino para hacer la vida cotidiana del verano, el banco en el que se sientan los mayores, la partida de dominó, la paella del domingo. La piscina sería realmente un espacio amplio y polivalente al que también iríamos de noche, las cervezas con los amigos, el cine de verano, el cumpleaños de la niña. Necesitamos instalaciones que permitan organizar la vida alrededor de la piscina, en la que puedan prestarse servicios públicos lúdicos y culturales, donde las familias tengan un punto de referencia para “estar”.
La piscina sería el paseo marítimo de la ciudad, el sitio al que va la gente a saludarse y a comer un helado. Podríamos sustituir la ortopédica visita al centro comercial por la piscina. No construyamos más centros cívicos ni bibliotecas, organicemos todo eso alrededor de una gran piscina rodeada de árboles.
El calor se está convirtiendo en un modo de vida con veranos de marzo a octubre. El baño podría alargarse durante meses y además el “recinto piscina” no cerraría nunca. Podría ser la sede de la asociación de vecinos, la terraza del bar, el centro público de acceso a internet, el recinto para exposiciones y conciertos, en definitiva, la plaza. Todos estos usos ya existen, solo consiste en organizarlos de una forma que nos permita convivir con el calor de manera más amigable.
Convertir las piscinas en plazas y centros prestadores de servicios públicos debería formar parte de la estrategia de las ciudades contra el cambio climático. El calor largo e intenso ha llegado para quedarse y la alternativa no puede ser el abandono de la ciudad. El apartamento con vistas y las vacaciones pagadas están al alcance de pocos. El verano no puede consistir en un concurso de huidas originales y caras, sino en una adaptación amable a las circunstancias. Es lo que hacen miles de pequeños ayuntamientos en toda España, llenar sus veranos de fiestas y actividades comunitarias que den sentido a la convivencia. Con el mismo calor, su tendencia no es a huir sino a buscar alternativas.
El calor es además una de las formas más injustas de pobreza energética, un problema que todavía se percibe como privado y al que los poderes públicos no responden a pesar de que en España se lleva por delante a doce mil personas mayores y vulnerables cada año. El calor extremo nos ha ordenado en tres nuevas clases sociales: la que se baja al pisito de la playa, la que se encierra en casa con el aire acondicionado y la que se muere de asco. La piscina es el refugio climático por excelencia, el alivio para miles de familias que literalmente no tienen otro sitio al que ir.
Debemos organizar la ciudad para convivir con el calor sin escondernos, sin que la temperatura la convierta en un lugar inhóspito al que nos resignamos por falta de alternativa. Estamos a tiempo de que el calor no se convierta en una nueva brecha social ni en un negocio para pocos. Es hora de que los ayuntamientos de las ciudades comprendan que el calor no es una circunstancia sino un problema social que requiere medidas concretas. Nos vemos en la piscina.
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